Hay algo especial en las primeras veces. Nunca, por ejemplo, olvidaré la primera vez que me pusieron (por cierto, seguidas) las obras Concierto para orquesta, de Bartok, La consagración de la Primavera de Stravinski, y el Preludio a la siesta de un Fauno, de Debussy. La sensación fue de absoluto pasmo, de cómo era posible que todo eso eso hubiera estado siempre allí y yo no lo conociese.
Decir que la sustancia de ese encanto de la primera vez radica en la inocencia y la novedad es insuficiente. A estas alturas de mi vida difícilmente me considero inocente. Y sin embargo, me encuentro viviendo un mundo de primeras veces: mi reencuentro con M, que fue hace muchos años mi primera novia y mi primera experiencia no casual; mi primera visita —vivimos en ciudades distintas— a su casa; la primera vez que escucho cómo toca Takemitsu y Ligeti al piano. Y, por supuesto, muchas primeras veces, con ella, de cosas que a veces por insignificantes, a veces por íntimas, no voy a contar aquí.
Cada dinámica entre dos es diferente. Cosas que ambos habíamos hecho por separado son una primera vez para la combinación de M y yo. Y lejos de quitarle magia, se la añade, y además encanto, pues a ambos nos resta torpeza. Y las que son primera vez para ambos son tan disfrutables como siempre.
Y de nuevo, absoluto pasmo y la sensación de que cómo es posible que todo eso anduviera por el mundo y yo no lo conociese. Hasta cosas que andaban dentro de mí y yo ignoraba.
Ahora mismo, para mí, el pasado ya no es lo que era —afortunadamente, pues mi pasado reciente ha sido tormentoso—. Y, en consecuencia, el futuro tiene muy otras perspectivas, M. Lo conseguiremos. Tú y yo podemos.