Huyendo del Adversario

Había, por fin, llegado a su escondite. Las diversas manipulaciones de tiempo y espacio, las supernovas y quasares, las distorsiones cuánticas, habían merecido la pena.

El Adversario era terrible. Implacablemente había ido destrozando cada uno de sus subterfugios. De nada sirvió la arriesgada maniobra en que tuvo que cambiar la definición de tamaño de los planetas. Para el Adversario fue tan transparente como las diversas jugadas políticas, montando y desmontando tramas de corrupción, impulsando y deteniendo tramas terroristas y enmarañando un entarimado de poder ya en si mismo confuso.
Algún éxito mayor consiguió enfrentando unas religiones a otras: las incendiarias declaraciones que obligó a efectuar a uno de los grandes líderes fueron, previsiblemente, malinterpretadas por el resto. La fluctuación en el tejido del espacio-tiempo así creada sirvió para un momentáneo olvido de su existencia, y así el temido Adversario perdió la pista,

Pero esa fue la última vez. Unir y desunir parejas, crear nuevas vidas y acabar con otras, desarrollar cirugías, inventar, desinventar, provocar hambres y saciamientos, orgasmos y dolores, tragedias y milagros de nada sirvió.

Picazones, sabor a canela, risas, la palabra «silbato», los mares del sur, el deseo de sueño, utopías y desazones…

Iban siendo casi 365 días de manipular el entramado completo de la realidad objetiva y las distintas subjetividades de todo ser autoconsciente.

Estaba cansado, muy cansado. Resultaba casi tentador abandonarse a las seducciones del Adversario. El terrible, inexperto, hermoso e indefinible Adversario.

Quizá por ello, cuando abrió el agujero espacio-temporal en que el Adversario, que él supiera, jamás había reparado —escondite por tanto, perfecto— y encontró dentro al año 2007, le saludó: «luchaste bien, Adversario: tu victoria es justa». El año 2006 agachó la cabeza y se dejó absorber. En el fondo era un alivio sumirse en el bendito olvido.

Que vuestro año sea inmejorable, que seáis siempre felices y que nunca dejéis de ser dignos de pertenecer a la misma especie que Bach.

Sexo y películas infantiles

Por obvias razones, estoy en los tiempos recientes viendo más cine para niños del que es sano y conveniente para la salud mental. Me llama cada vez más la atención la pacatez sexual de las mismas. No es que espere que se den escenas tórridas, ni mucho menos, pero sí sería normal que los protagonistas tuviesen padres. El caso de Donald, con sus tres sobrinos, su tío Gilito y novia eterna, viene a la mente. Pero el caso reciente que más me ha escandalizado es el de una película, cuyo nombre no digo por razones obvias, en que el protagonista es un «vaco». Es decir, una vaca, ubres incluidas, pero macho. En la película hay también un toro, que tratan como si fuera una especie diferente. El protagonista es hijo adoptivo de otro «vaco», y acabará la película adoptando al «vaquito» de la novia que se echa. ¿De dónde vendrán los niños (o vaquitos) en ese mundo?

Un detalle, por cierto, curioso de la misma película, y por el que me extraña que no haya habido protestas es el que a unos personajes apodados «las vacas locas», se les haya dado un marcado acento gallego. ¿Maniobra quizá para desacreditar la ternera gallega o simple mala leche?</p

Crónicas zamoranas 1

Ante todo, debo comentaros que este artículo es un poco experimental: es el primero que escribo con el ordenador de mano (palmtop o, como parece que se dice ahora, handheld) que Santa Claus, por mano de mi adorada M, ha tenido la generosidad de obsequiarme. Más os hablaré del utilísimo artilugio, pero baste por ahora que os comunique mi esperanza de que a la par que entretiene el tedio de mis excesivos viajes, sirva para que actualice este blog con alguna frecuencia. Muchas son mis horas de autobús y tren.

Esto ha de llevar a que las series musicales sean limitadas más bien a artículos: no viajo, mal que me pese, con mi biblioteca de referencia. Sí, en cambio, empezaré con el presente artículo una serie no musical. Llamémosla, por ejemplo, Crónicas zamoranas.

El caso es que llevo ya algo más de un año residiendo en Zamora, después de una vida entera en Madrid. Nadie espere que entone un canto de alabanza por las idílicas virtudes de una capital de provincia frente al pasmo y marasmo capitalinos. Pero tampoco se asuma que entonaré un peán añorando las luces, la vida cultural, las obras o las grúas. Tales cosas son simplistas y, por lo tanto, falsas, al menos según mi entender. Pero quizá puedo contar casos de una y otra localidades que ilustren que me gusta y disgusta de ambas. A fin de cuenta, en semanas laborables paso tres días en la capital y cuatro en Castilla.

Como saber por donde comenzar algo así es tarea cruenta e ingrata, comenzaré por algo simple: mis experiencias comerciales de hoy.

El caso es que salí con la intención de comprar un protector de pantalla y una funda para el aparatito del que hablé al principio. Bien se que de haberlo hecho en Madrid ya los tendría, tras viajes en autobús equivalentes en tiempo a la distancia de Zamora a Arévalo. Pero mi experiencia de hoy es inusitada en la capital: primero acudí a un vendedor a quien ya he hecho alguna compra. Tras preguntarme amablemente por el estado de mis adquisiciones anteriores, y lamentando no poder servirme en lo que necesitaba, me dirigió, sin habérselo yo pedido, a una tienda de la competencia, cuyas señas me facilitó con lujo de señales. En este nuevo comercio, sin conocerme de nada, el vendedor, tras mostrarle yo mi maquina y él una parecida que poseía, me informó cumplidamente de qué es lo que de verdad necesitaba, añadiendo que se informaría de cómo encontrarlo para mi aparatuelo y que, si lo encontraba de buena calidad, me lo encargaría. A la espera de sus noticias quedo.

Posteriormente tuve que acudir al banco, donde el bancario que me atendió telefoneó a Madrid para pedir y conseguir que le remitieran una chequera a mi nombre, merced que jamás conseguí en la capital.

Por supuesto, la amabilidad hay que agradecérsela a las personas y no a las ciudades. Pero en toda mi vida madrileña jamás tuve tanta suerte seguida, comercialmente hablando. Y por acá, resulta frecuente.