A petición popular

Ante varias peticiones, cedo y publico el mensaje que mandé cuando fui forzado a ser poseído por un teléfono móvil. No puedo, desgraciadamente, ceder a las que me piden mi felicitación del 2001, por no conservar copia. Quien la tenga, me la remita, por favor.

Esta es una historia difícil: quizá
tarde en encontrar el tono adecuado.

Clara era la mañana, fresco el viento y animoso estaba mi
corazón. Dispuesto a pisotear los enjoyados tronos de los reyes bajo
mis sandalias, tomé las armas y partí a encontrar lo que debía
ser mi destino.

Muchos fueron los peligros: afrontar el peligroso cruce de
López de Hoyos, en el que se dice que las almas de hechiceros muertos
maldicen al transeunte para aliviar el tedio de su condena eterna;
atravesar las escarpadas obras conque el burgomaestre pretende
construir un pasadizo hasta el infierno, con intenciones que sólo
pueden conjeturarse con un escalofrío; soportar la barahunda de las
huestes enloquecidas de los aficionados al fútbol mientras aullan su
cólera —se dice que quién escucha sus aullidos mucho tiempo
queda afectado por la misma maldición—. Finalmente, llegué al
lugar al que a veces llega el que iba a ser mi medio de transporte.
Los acólitos del templo aseguraban que quien esperase el tiempo
suficiente llegaría a ver la aproximación de un carro rojo
sagrado, llamado con el número místico que no debe ser
pronunciado: el ocho más uno, el tres veces tres, el seis invertido.
Si el viajero logra satisfacer las demandas del conductor del carro,
se le permite entrar al mismo.

Ummmm, no, esto parece una mezcla de Robert
Howard y Lord Dunsany. Probemos de otra forma.

Bajo la luna gibosa, reptaba la escamosa silueta del
vehículo. Su color, como el de la sangre, parecía infecto. Las
ominosas presencias de los otros pasajeros —si es que se les podía
dar ese nombre—, el atisbo de manos acabadas quizá en garras, me
llenaron de una inquietud blasfema que me hizo recordar las palabras
del árabe loco Abdul Alhazared en el espantoso
Necronomicón.

Pues no esta muerto todo lo que sueña
Y al cabo de las eras incluso la muerte puede morir


Los susurros de los seres que me rodeaban sugerían impíos
rituales, anteriores quizá a la existencia de la humanidad. El hedor
que llenaba el vehículo se introducía ominosamente en mis fosas
nasales. Finalmente, llegué a mi destino, se abrieron las puertas y
descendí, invocando sobre mí la protección de las Descarnadas
Alimañas de la Noche contra las impías huestes de
Ctulhu.

Pues no, a la Lovecraft tampoco parece que
funcione. A ver así.

Llegado que fué a su destino
Aprestose el caballero
Ni por amor ni dinero
se escondiese el paladino
En entrando en el palacio
anunciose su presencia
que vino a pedir audiencia
más aprisa que despacio
Así le hablara doncella
«Si al caballero le place
que yo sus deseos trace
despache aquí su querella»

No, me temo que tampoco es un tema épico.
Otra vez.

Mientras clavaba mi mirada en la muñeca que tenía delante,
pensé que la ciudad era como una mujer, la mujer de mis sueños y
mis pesadillas. La chica quería saber por qué había ido
precisamente allí. ¿Había cantado alguno de los muchachos?
¿Había sido traicionada por sus jefes?

«Mira pimpollo» —le dije— «No tengo nada
contra tí. Símplemente quiero mercancía. Y estoy dispuesto a
pagarla»

La muñeca puso ese gesto calculador que siempre significa
que están estimando cuanta pasta pueden sacarte.

¿Ahora a lo Dashiell Hammett?. No no
creo.

Miré lo que me ofrecía. Tenía siempre presente que cada
estrategia escondía otra estrategia que escondía otra estrategia.
Todo su entrenamiento podía ser insuficiente contra una maestra del
engaño de esa categoría. Doblé, de forma inocente, uno de mis
dedos. La reacción de la mujer fué de una rapidez eléctrica, que
me hizo comprender que me enfrentaba al mayor de los adversarios que
había visto hasta ahora.

No, a la Frank Herbert
tampoco

Como en otras situaciones de peligro, recordó las palabras
de Gandalf. «Ten presente, Frodo, que enanos, elfos y humanos
hablan distintas lenguas. Y que en cada una de ellas, los acentos y
entonaciones pueden cambiar los significados. Sé pues claro en tus
palabras. Sé sencillo. Pues aún los más pequeños pueden ser
elegidos para las mayores gestas, como tu misión como Portador del
Anillo»

Confortado por este recuerdo, Frodo se acercó al mostrador y
dijo «Quiero un teléfono móvil, señorita»

Por fin lo he dicho. Sí, éste es el
mensaje del relato. Tras largos años de resistirme, he comprendido
al fin que cuando el átomo primigenio estalló, provocando el Big
Bang del que salimos todos, lo hizo en la secreta esperanza de que
alguien inventase la telefonía móvil. El universo, se contemplaba
a sí mismo con inquietud, ¿tendré el número adecuado de
semiconductores?, ¿evolucionará la vida pronto para que alguien
invente el móvil? Afortunadamente, vivimos en un universo paciente
—además de céntrico y bien comunicado— y el objetivo se ha
cumplido.
Había una cierta nobleza en mi
resistencia. Que todos me señalasen con el dedo me producía una
sensación de distinción. Las burlas, las piedras, los insultos.
Pero al fin he comprendido que no soy distinto a los demás. Más
triste, pero también más sabio me uno a la mayoría, confiando en
la misericordia y comprensión de mis semejantes.
Ah, el número es xxx xx xx xx

Himno nacional

«Tan pronto como hay escuelas es necesario un lenguaje, y eso suscitó la cuestión de cuál de los lenguajes del mundo era el mejor para que aprendieran las salamandras. Los primeros renacuajos de las islas del Pacífico hablaban, por supuesto, en el dialecto del inglés que habían aprendido de los nativos y marineros; muchos de ellos hablaban Malayo y otros dialectos. Los renacuajos criados para el mercado de Singapur aprendieron basic English, el inglés científicamente simplificado que funciona con pocos cientos de expresiones sin la molestia de una gramática desfasada; y como resultado esta versión del inglés convencional comenzó a ser llamada inglés salamándrico. En las ejemplares escuelas Zimmermann los renacuajos se expresaban en el idioma de Corneille; no, desde luego, por razones chauvinistas, sino porque es simplemente parte de una buena educación; en las escuelas reformadas, por otro lado, se aprendía Esperanto, de forma que sirviera de lengua franca. Había otros cinco o seis nuevos lenguajes universales que surgieron en esa época, con la intención de reemplazar la confusión babélica de los lenguajes humanos con un lenguaje simple y común para todo el mundo de salamandras y humanos; es innecesario decir que hubo incontables discusiones sobre cuál de estos lenguajes internacionales era el más útil, más eufónico y más universal. El resultado final, por supuesto, fue que hubo un lenguaje universal diferente en cada nación.»
Karel Capek, La guerra de las salamandras