Hoy he leído un artículo que preconizaba que, si la música clásica no quiere morir «debemos bailar más y vestirnos de otra manera».
Llevo, muchos, muchísimos años, diciendo que no debemos medirnos por los estándares del pop. ¿Qué audiencia tuvo el estreno de cualquier cantata de Bach? Mínimo, la poca gente que cupiera en el templo en que se hiciera. Los conciertos de Vivaldi frecuentemente tenían frecuentemente de público sólo a los intérpretes. Medirnos por los beneficios económicos de una industria que se dedica a fabricar piezas en su mayor parte perecederas, es absurdo.
Al mismo tiempo no cabe duda alguna de que las salas de concierto han llegado a considerase con una sacralización completamente ajena al espíritu de la música. Hace poco comentaba que, por ejemplo, la opus 19 de Schönberg, lírica e intimista, requiere escuchar cada uno de sus brevísimos movimientos con un espacio antes del siguiente, algo similar al sorbete que sirven en los restaurantes para limpiar sabores antes del siguiente plato (no es que conozca demasiado ese mundo culinario).
Acabo de analizar a mis alumnos la espléndida y variada «Vox Balaenæ», de George Crumb, obra en la que se pide que los intérpretes salgan enmascarados, y se solicita una luz azul, para entre ambas cosas expresar mejor el ambiente deseado por el autor. Tuve hace años la ocasión de verla en vivo en Madird y no fui el único hipnotizado. Un numeroso público, compuesto de muchos más universitarios que músicos aplaudió enfervorizado de forma incesante.
En este serie de pensamientos, aparentemente inconexos, se me ocurre ahora pensar en la situación de uno de nuestros instrumentos con más nobleza y antigüedad. Por más de una parte de nuestra geografía me llegan noticias de que se pretende limitar o suprimir su enseñanza.
¿Habéis ido a un concierto de órgano? A más de uno le disuade el entrar en un local religioso para escuchar música. Y en los casos en que se hace en recintos laicos, más de uno queda también espantado ante la totalmente incorrecta idea de que el timbre de este instrumento es único y muy cansado.
Muchos amigos no músicos, me comentan a veces que el piano les gusta, pero que encuentran que una hora seguida (la duración media de un concierto) de su sonido les agota.
Para introducir el último factor del que deseo hablar, el precio de los conciertos es normalmente igual o superior al de la compra de un CD o de la música en formato digital. Y las grabaciones suelen ser de artistas incomparables, quizá mejores que los que interpretan el concierto al que vayamos a ir.
Tras todas estas pinceladas, sólo me queda sugerir que el formato de los conciertos debe cambiar para alcanzar una mayor flexibilidad. Más combinaciones instrumentales e instrumentos a solo en cada concierto. Mayor variedad de repertorio (aunque podría aprovechar para hacer apología de la nueva música, ni siquiera lo voy a intentar: la cantidad y calidad de obras maestras de todos los tiempos que no se tocan jamás en público es inconcebible). ¿Otra vestimenta? No me estorba, siempre que se respete la sabía tradición de que el intérprete no cuente más que la música. ¿Vídeo, apoyo visual, mayor pedagogía en los conciertos? Quizá. Pero con mucho tiendo a pensar que es más importante el resto de lo que propongo.