Realmente tenía que pensar en adelgazar. Alguien cuyo oficio es el de penetrar sigiloso en casas ajenas no puede permitirse abultar tanto que no quepa por los más mínimos resquicios. Éste era un trabajo importante, y sus informantes le habían dicho que una banda rival de tres orientales pretendía en pocos días dar el mismo golpe. A saber con qué propósitos, porque le constaba que se dedicaban a hechicerías. No, no podía permitir que se le adelantaran. Nada bueno podría salir de ello. Y no quería que la cosa volviese a degenerar en una guerra de bandas. Él basaba todo su trabajo en la sutileza, nunca iba armado, así que tenía que evitar el enfrentamiento.
Prueba de su ingenio era la ropa que llevaba: nadie podría sospechar que alguien que vestía en forma tan conspicua se dedicaba a propósitos turbios. Claro está que llevaba un año planeando el golpe, esos detalles no iban a escapársele.
Jadeante, logró por fin entrar. Tras recuperar el ritmo de su respiración sacó el paquete de dónde lo había guardado. Localizó el sitio preciso y depositó el paquete bajo el árbol, cuando de repente escuchó un grito.
Sólo sus reflejos le libraron de ser rebanado en dos por el golpe de una katana. No por primera vez, Santa Klaus reflexionó sobre la dificultad de entregar sus regalos en la Federación de ninjas asociados.
Tras lograr escapar, estuvo a punto de ser detenido por la policía. Las leyes contra la inmigración ilegal se habían endurecido, y él, nacido en Turquía, era sospechoso. Lo único que le consolaba era que ni los Tres Reyes Magos ni ese advenedizo, Supermán, iban a escapar al mismo peligro, ni ser mejor tratados si llegaban a meterlos en comisaría. Era sorprendente la cantidad de gente mítica que no tenía papeles.
Terminada su jornada sin otros tropiezos, pensó una vez más en lo ventajoso de trabajar sólo una noche al año.
Que paséis unas excelentes fiestas, llenas de música, y que el año que vendrá sea maravilloso para todos vosotros. Y, ya puestos, para mí también.