Anotaciones para el concierto-homenaje al abonado de la OSCYL 2015

IMG_1355.JPGPor esas cosas imprevisibles, hoy he colaborado en la presentación del concierto aludido en el título, y nada de lo que llevaba preparado ha podido usarse. Con todo, quizá a alguien le diviertan mis notas. Allá van.

 

Se habla mucho, en los últimos tiempos, de “la teoría de las diez mil horas”, según la que se alcanza la excelencia en cualquier campo cuando se le dedica al menos ese tiempo.

 

Un músico que estudie tres horas al día durante su formación (la mayoría de nosotros dedicamos bastante más que eso), en diez años estará a punto de alcanzar las once mil. Y apenas se sentirá preparado para abordar algunas de las músicas más complejas del repertorio de su especialidad.

 

Ser músico es una actividad tremendamente laboriosa. Pero nos gusta complicarlo todavía más y combinarnos con otras docenas de intérpretes formando una orquesta. La dificultad de dominar nuestro instrumento y además aunarnos con tantas otras personas no puede ser medida económicamente: esa cantidad de esfuerzo no se realiza por dinero y beneficios económicos. Se hace por júbilo de saberse humano.

 

¿Por qué nos gusta escuchar música sinfónica? Porque expresa algunas de nuestras mejores cualidades: la tenacidad, esfuerzo y perseverancia tremendas para crear bellezas efímeras, que quizá por serlo aún elevan más las cualidades más admirables de nuestra especie. La capacidad de cooperar, de permitir oscurecer nuestra intervención para que brille la de el compañero, el subsumir nuestros impulsos en aras de un bien común. La orquesta, de una manera muy cierta, es una representación admirable de la alegría y orgullo de ser humanos, cuando tantas razones puede haber para sentir vergüenza por serlo.

 

Pero, ¿sigue siendo necesaria la existencia de la orquesta? En estos tiempos de pantallas táctiles tenemos literalmente en la punta de los dedos el poder de alcanzar de manera gratuita muchas más horas de música de las que podemos razonablemente suponer que durará nuestra vida. Y en interpretaciones irreprochables, con enorme frecuencia.

 

No voy a hablar del tema, frecuentísimo, de las ventajas del directo sobre la música grabada. Son obvias: el respeto a la acústica de la sala, entre las razones físicas, el compartir un acto de belleza, entre las subjetivas.

 

En cambio me gustaría referirme al poder orientador de la orquesta. Ustedes, los oyentes, particularmente los abonados, vienen, en palabras de Messiaen, a ser seducidos. Es probable que algunas de las obras y autores que se van a interpretar hoy fueran previamente desconocidas para algunos de ustedes. Si la monotonía es enemiga de la seducción, hoy la orquesta viene a ofrecer novedades a sus oídos, que, de otra forma, quizá nunca hubieran conocido. La existencia de las orquestas sigue siendo imprescindible: la asistencia a sus conciertos es nuestra mejor guía para conocer nuevos paisajes, nuevos órdenes en el sonido. Para no insistir en una monótona reiteración de esas pocas piezas que son el repertorio mínimo en que todos concordamos.

 

Y eso nos lleva a la cuestión del repertorio básico, el repertorio imprescindible.

 

En uno de sus sonetos Shakespeare nos dice:

 

“¿Puedo compararte a un día de verano?
Eres más adorable y más serena.”

 

Se me ocurre que una espléndida manera de destruir el poema sería preguntar que a qué día de verano. ¿Al trece de agosto, quizá?

 

En forma parecida, la grandeza y maravilla del hecho orquestal me parecerían enormemente disminuidas seleccionando sólo unas pocas de sus manifestaciones. ¿Elegir la exuberancia, sin embargo de milimétrica precisión, de Ravel o la sobriedad circunspecta de la paleta beethoveniana? ¿El discurso de belleza sensual de Takemitsu y Messiaen, o la lógica conductiva bachiana? ¿El vigor lenguaraz de Stravinsky y Bartók, o la angélica perfección de Mozart? De pequeño lo pasaba mal si me preguntaban si quería más a mi padre o mi madre. De mayor uno de mis terrores es que me digan qué diez libros llevaría a una isla desierta. Y, por supuesto, la idea de elegir una serie de piezas sinfónicas como preferibles a otras, o más significativas, la siento prácticamente como una amputación.

 

Dicho lo cual, me permito unos breves comentarios sobre los compositores que hoy nos ocupan. Las espléndidas notas al programa de Inés Mogollón ya hablan suficientemente de las obras.

 

Adjunto, uno a uno, los vídeos de una lista de reproducción con el repertorio, elaborada por Sofía Martínez Villar.

 

 

Eso sí, quiero manifestar mi enorme satisfacción por la gran carga de contenidos con menos de dos siglos de antigüedad que contiene el programa. Ello nos permite disfrutar de la presencia destacada de instrumentos que antes no es que se tomaran demasiado en serio. Digamos que para el orquestador hasta el primer romanticismo la consigna era “si la cuerda funciona, el resto funciona”.

 

A lo mejor ustedes se preguntan si los canelones a la Rossini están relacionados con el compositor. Pues efectivamente, él los creó. Su gusto por todo placer carnal puede ejemplificarse en que, contratado por el empresario Barbaja para la composición de dos óperas, pasó seis meses disfrutando de su mesa y bodega sin escribir una nota. Enfurecido, el empresario le encerró en su habitación, y sólo le daba de comer dos platos de macarrones cocidos diarios y una jarra de agua. A las veinticuatro horas, la Obertura del Otello atravesaba la puerta, y a la semana, la ópera completa. Este gusto por lo terrenal queda plenamente plasmado en su música.

 

 

Si mezclamos las técnicas y tremenda energía cinética de Bartók y Stravinsky con el mundo del musical, nos saldrá Stephen Sondheim. Mezcladas, en cambio, con el tango, nos producen a Astor Piazolla. Muy mal considerado por sus coetáneos en el comienzo de su carrera, que veían en él al enemigo de la tradición, es fácil que hoy por hoy sea el principal responsable de que no pensemos sólo en compadritos, farolillos y lunfardo cuando escuchamos un tango. Es, seguramente, imposible, que alguno de ustedes no haya escuchado el famoso “Adios Nonino”.

 

 

De Britten quisiera plasmar su figura reproduciendo una de las opiniones sobre la música de este compositor sabio y eficiente que era además un magistral pedagogo:

 

“Es cruel, ya sabes, que la música sea tan hermosa. Tiene la belleza de la soledad y el dolor: de la fuerza y la libertad. La belleza de la decepción y el amor nunca satisfecho. La cruel belleza de la naturaleza, y la imperecedera belleza de la monotonía.” Y así la belleza y la construcción eficiente, sutil e ingeniosa permean cada una de las obras del compositor.

 

 

Tras un escándalo creado por denegarse a Ravel el muy prestigioso Premio de Roma, Fauré es nombrado director del conservatorio de París, en un fructífero esfuerzo por sacarlo de la mediocridad. Consciente del relumbre de su cargo, el compositor llegaba todo los días en taxi al conservatorio… …después de haber viajado en metro hasta la estación más cercano. El intenso melodismo que inunda su música se acompaña de un enorme gusto por la vocalidad y la armonía refinada. No es raro que manifestara el más profundo de los respetos por las entonces nuevas tendencias que acabarían desembocando en el impresionismo.

 

 

Bottesini fue en vida extraordinariamente admirado por sus contemporáneos, lo que no es extraño en quien llegó a interpretar en el contrabajo algunas de las diabólicamente difíciles piezas de Paganini. Ganó extraordinarias sumas de dinero, aunque murió en la pobreza, pues las destinó al cuidado de sus amantes, criados y mascotas. Fue operista, además de compositor convencional, director de orquesta y protector de los cuartetos de cuerda, despreciados por Verdi, que era a la sazón el referente musical italiano por antonomasia.

 

 

Sería interesante saber cuantos compositores han tenido problemas policiales por malentendidos musicales. Vaughan Williams se encontraba en la costa, veraneando, el día que comenzó la primera guerra mundial, y vio unos barcos realizando maniobras. Pensando en el sentido de melancolía y pérdida de la guerra, y en su amor por la música popular, que siempre estudió desde sus primeros años como músico, le vino a la mente la melodía que acabaría convirtiéndose el “The lark ascending”. Al apuntarla, fue tomado por espía y arrestado por un explorador que pensó que estaba tomando notas de las maniobras.

 

 

Ernest Bloch se consideraba ante todo un deudor de su herencia. Este extraordinario compositor, profesor, y eterno estudiante declara:

 

“Soy judío. Aspiro a escribir música judía porque el sentido racial es característico de toda la gran música que aspire a ser una expresión del pueblo tanto como del individuo. ¿Alguien piensa que es solamente él mismo? Lejos de ello. Él es miles de sus antepasados.”

 

y también:

 

“En todas mis composiciones que han sido denominadas «judías», no me he aproximado al problema desde fuera, pos ejemplo tomando melodías más o menos auténticas, o fórmulas sagradas, intervalos y ritmos más o menos orientales. ¡No! He escuchado una voz interior profunda, secreta, insistente, ardiente, un instinto, más que un frio y seco proceso racional.

 

 

 

Honneger creía carecer de facilidad musical, por lo que dedicaba serios esfuerzos a sus obras, así, por ejemplo, declara:

 

“Cuando un obstáculo imprevisto me detiene, abandono mi banco y me siento en el sillón del oyente y me digo: después de haber oído lo que antecede, ¿qué desearía, que pudiera darme, aunque no llegue al estremecimiento del genio, por lo menos la impresión del logro? … y trato entonces de encontrar la continuación, no la fórmula banal que cualquiera advierte, si no un elemento de renovación y un rebrote del interés…”

 

El compositor amaba los trenes, según sus propias palabras, “como otros aman a las mujeres o a los caballos”. No es extraño pues que una de sus obras más conocidas sea “Pacific 231”, donde se pinta al tren del mismo nombre.

 

 

En el día de la muerte de Sarasate, Ramiro de Maeztu escribió:

 

”Todos los periódicos de Londres consagran hoy una columna entera a Pablo Sarasate. De ningún otro español contemporáneo escribirían otro tanto el día de su muerte. Era el más alto prestigio español fuera de las fronteras. Y lo merecía. Ningún otro español de nuestro tiempo ha llegado en su oficio a donde Sarasate llegó en el suyo.”

 

Efectivamente, el reconocimiento que alcanzó en vida como intérprete fue insuperable. No así, en cambio, como compositor, si bien su labor fue más que estimable. Su amplio uso de temas de carácter popular español le hacen ser considerado por algunos como compositor nacionalista, si bien otros le reprochan haber dejado de lado la profundidad del folklore popular en aras del lucimiento instrumental. Sus obras son, en todo caso, brillantes y espectaculares.

 

Orgulloso de mis tahónicos

Además de componer, Sara dibuja.

Además de componer, Sara dibuja.

Podría haber escrito este post en cualquier momento desde mediados de noviembre. El caso es que salió en Salamanca un concurso de Composición para orquesta, para gente muy joven. Aunque la orquesta suele más bien ser un elemento para estudiar en los conservatorios superiores, se me ocurrió proponerles a mis alumnos de Fundamentos que si se atrevían, yo cambiaba mis planes y dedicaba un tiempo a estudiar este tema.

Se atrevieron.

Hoy recibo la noticia de que uno de ellos, Sara, ha sido seleccionada como finalista, junto con otros dos alumnos de conservatorios superiores. Nunca se sabe como se realizan las votaciones de los jurados, pero sé que todas las obras presentadas por mis alumnos estaban a un nivel bastante parejo. Para mi, todos se han premiado a sí mismos con su esfuerzo, su empuje y su valor.

Y, para qué negarlo: me gustaría que ganara mi alumna. Un poquito de aire fresco de la juventud, y un poquito de la flexibilidad de los conservatorios profesionales serían muy bien recibidos.