Escenas de Teléute. Para oboe, clarinete, violín, viola y cello

Pues tal y como prometía ayer, aquí tenéis mis Escenas de Teléute. Antes de que alguien me califique de morboso, aquí van las palabras del propio Gaiman, autor del personaje y en cuyo universo, como os contaba en mi artículo anterior, espero algún día realizar algo de teatro musical.

“There’s a tale in the Caballa that suggests that the Angel of Death is so beautiful that on finally seeing it (or him, or her) you fall in love so hard, so fast, that your soul is pulled out through your eyes.

I like that story.

There’s an Islamic story that declares that the Angel of Death has huge wings covered in eyes, and that as each mortal dies one of its eyes closes, just for a moment.

I like that story too, and take pleasure in imagining huge wings, and a ripple of ever-opening, ever-closing beautiful eyes.

And there’s a touch of wish fulfillment in there too. I didn’t want a Death who agonised over her role, or who took a grim delight in her job, or who didn’t care. I wanted a Death that I’d like to meet, in the end. Someone who would care.

Like her.”

–Neil Gaiman

Sólo espero que la próxima vez que toque este  este universo, disponga de una paleta más amplia. Cada vez me cuesta más limitar tanto el número de voces.

Hacia “Escenas de Teléute”: una ópera que pudiera haber sido.

Ayer comentaba en las redes sociales que ando escribiendo una obra para oboe, clarinete, violín, viola y chelo, y que está algo relacionada temáticamente con el universo de Sandman. Parece que algunos amigos se interesaron, así que os cuento más.

Me encantaría hacer una ópera (teatro musical, mejor) situada en el universo de Sandman.

Para los no iniciados, Sandman es un cómic guionizado por Neil Gaiman, de una calidad extraordinaria. Pero no voy a contaros yo lo que puede leerse en la Wikipedia. El autor ha dicho más de una vez que Sandman es una máquina de contar historias, y eso es lo que me gustaría hacer. Teniendo en cuenta que los derechos de los personajes no deben ni de pertenecer al guionista, sino a la todopoderosa DC, más bien aludiría a los personajes, sin citar su nombre, contando una historia propia (lo que jamás me atrevería a escribir como libro, pues creo que no lo haría bien, lo haría con total confianza con música).

He pensado todas las formas habidas y por haber de llevar a puerto el proyecto. He pensado incluso eliminar cantantes, y hacer un melólogo. Pero siempre tropiezo con el obstáculo de que quiero una orquesta.

Para la obra que estoy escribiendo ahora mismo dispongo de sólo cinco instrumentos. Como en mi lenguaje la escasez de voces suele traducirse en tristeza, el personaje Muerte (Teléute) ha sido casi inevitable. Ya que no creo que jamás pueda escribir la ópera, al menos unas pequeñas escenas de lo que habría sido.

Descubro en mi ordenador dos movimientos orquestales, que corresponden a un momento en que pensé que quizá pudiera contar con una orquesta a uno (la más extrema pobreza: las orquestas convencionales más pequeñas se llaman “a dos”, por el número de intérpretes de cada instrumento de madera). Uno de ellos ha sido ligeramente reutilizado en mi obra del año pasado “Los relatos del barquero”.

Colores planos, y viñetas, como en los más de los cómics. Claridad y sencillez. Y algo de fantasía en el sonido. Los varios intentos que conozco de poner música en este universo se meten en el reino de los eternos para hacer música chicle, o poco menos sin ningún sentimiento de extrañeza o distancia. Soy incapaz de creer que en un mundo tan imaginativo sus habitantes escuche música “mainstream”,

En fin, hoy he escrito casi cinco minutos de “Escenas de Teléute”, y ando con la imaginación agotada. Os dejo con los dos fragmentos orquestales que comentaba antes. Hay otro mucho más largo (unos diez minutos) pero lo dejé inconcluso. Nada desanima más que escribir para el olvido.

 

Medallones, para flauta, violín y piano.

Ante todo, muchas gracias a Porfirio Gustavo Carriches Farraces por la iniciativa. Tiene la excelente idea de ir creando un repertorio medio y elemental de música de cámara que, sin ser exageradamente difícil de tocar, facilite a los alumnos irse preparando para el tipo de dificultades, no mayores, sino distintas, que presenta el repertorio moderno.

Medallones se creó con la intención de que los músicos de cámara en periodo de formación se fueran aclimatando a un repertorio más de nuestros días. Por ello, consiste en pequeñas micropiezas, previstas para tocarse sin interrupción, que engloban algunas de las dificultades más comunes en el repertorio reciente, pero tan breves que apenas revisten dificultad de montaje. De cara a facilitar tanto como sea posible la interpretación, se dan, contrariamente a mi costumbre, numerosas repeticiones literales, y un grado de variedad armónica no muy alto. Para que la pieza cumpla su cometido lo más ampliamente posible son bastantes los lenguajes aludidos en la pieza.

Mi recomendación a los intérpretes es que lean la pieza cuidadosamente. Descubrirán que las recurrencias son muchas, y les será más sencillo montar la obra. Especial atención se ha prestado, sobre todo al comienzo, al piano. Sin que sus partes sean en la música reciente más complejas que las de otros instrumentos, sí es cierto que necesita en general leer más notas.

Aunque la obra se ha pensado como unidad, para tocar todas las micropiezas seguidas, sin interrupción, no deja de ser una obra didáctica: cabe perfectamente extraer alguna de las miniaturas, o no interpretarla en su totalidad.

El título Medallones, alude a las viejas reliquias familiares, en que de pronto vemos una imagen que nos revela aspectos quizá desconocidos de nuestra familia que probablemente tengan una historia detrás que no siempre vamos a poder conocer. Ciertamente, de cada medallón musical presente en esta obra se podrían sacar muchos más minutos de música.

Sobre cada micropieza:

Anverso se ha pensado para trabajar un poco el diálogo entre instrumentos.

Al abuelo le gustaba bailar sirve para trabajar la superposición de obstinatos de distinta longitud, así como las citas paródicas (son evidentes, ¿no?).

La nieta está creciendo intenta trabajar el accelerando controlado y la superposición de pulsos.

Dicen que el bisabuelo fue explorador explora el mundo poderosamente cinético de mucha música de comienzos del XX, así como la sonoridad modal.

La esposa explora el canto en acordes, poderosa herramienta desde comienzos del XX hasta ahora mismo, y al que el pianista debe prestar particular atención.

Los niños interpreta un tipo de desarrollo muy frecuente en los autores cuasi tonales.

Reverso marca el fin de la obra, con un pequeño lucimiento para cada intérprete.

Felicitación friqui

Puede ser porque nunca fui hábil en el arte de contar el pasado: siempre creí que el relato de lo ya sucedido tiende a adaptarse a la opinión del narrador más que a los hechos, y así, preferí ejercitar mi mano en actividades más marciales. Quizá sea porque, estando como estuve en el mismo centro de los acontecimientos, los Centinelas piensen, creo que sin acierto, que dispongo de detalles más precisos sobre lo sucedido, sin comprender que todo ocurrió a velocidades demasiado vertiginosas como para que distinguiera lo que tenía frente a mis ojos. O acaso todo sea un capricho juvenil de Aquel a quién ahora debo llamar Amo, puesto que, a pesar de todo, no conseguí mi añorada libertad.

Me llaman el Heraldo, y contar esta historia es mi castigo.

Era un mundo delicioso, un planeta exquisito. Tanto que el Devorador temía agotarlo demasiado pronto. Él siempre era más partidario de consumir cada esfera en un furioso estallido de glotonería, buscando saciar su voracidad, sin conseguirlo nunca. Su apetito perpetuamente insatisfecho cedió en esta ocasión ante sus hasta entonces ignoradas cualidades de gastrónomo sutil, y tomó la decisión de ir drenando sin apresurarse sus aspectos más suculentos, sus factores más sabrosos, sus bocados de sabor más apetecible .

Norrin”—me dijo— “investiga esta sociedad, que no es tan insignificante como parece, y dime cuáles son sus elementos mas brillantes. Solo cuando los haya paladeado sorberé los tuétanos de lo que para entonces será poco más que un cascarón sin esperanza ni voluntad.

¿Qué podía hacer, más que contentarle? Yo, más acostumbrado a atravesar el corazón de las estrellas que a cruzar la puerta de las bibliotecas, hube de camuflar mi brillo y leer sobre las artes y ciencias de un mundo pequeño. Yo, que frecuentemente me detuve durante unos pocos lustros a distinguir cada detalle de alguna singularidad cósmica, me vi forzado a seguir el veloz delirio que allí llamaban prensa. Yo, cuya historia se mide en eones que acaso no vayan a tener fin, necesité explorar los logros breves y evanescentes de ese planeta, y que llaman música, literatura, cine…

Cada descubrimiento que hacía le era de inmediato comunicado a mi amo, que sin dilación extraía al individuo en cuestión de entre las masas para sorber golosamente su esencia. En el tiempo de esa cata demencial, de esa degustación ofuscada, de este festín enloquecido, no pocas veces lamentó que algunos de los más brillantes espíritus terrestres estuvieran ya fuera de su alcance. Por primera vez desde que me convirtió en su heraldo, vi al Devorador tal como pudo ser de niño en otro universo: un arrapiezo goloso sin mayor consideración por las víctimas de su glotonería que la que manifestaría otro rapaz frente a un helado.

Comencé a odiar a mi amo con la misma intensidad con que empezaba a amar todo lo referido a la Tierra. La orden de estudiar este mundo llevaba consigo, lo comprendo ahora, la necesidad de entender a la que sin ese estudio me hubiera parecido una raza despreciable, y de verla con simpatía. Si el Devorador lo hubiera entendido también, probablemente seguiría vivo.

Solo cuatro personas detectaron las actividades del ahora gastrónomo galáctico: una familia cuyo líder se dedicaba a la investigación científica, con resultados que no hay más remedio que considerar fantásticos. Trazaban plan tras plan, diseñaban estrategia tras estrategia, pero no lograban encontrar forma de coronar la aventura con éxito. Yo temía por ellos: eran la única esperanza de la humanidad, pero tarde o temprano —lo más seguro es que temprano— el Amo los detectaría y los paladearía. Y me pediría explicaciones de por qué no le había hablado de ellos.

Innumerables siglos de fidelidad y devoción cedieron paso a un único pensamiento de traición, y arrebaté de la nave en que durante eras inmemoriales habíamos deambulado de festín planetario en bacanal estelar, el única arma que podía igualar las cosas: un pequeño aparato con el supremo poder de convertir en nulo todo aquello que se expusiera a su campo. Con bastante menos culpabilidad de la que suponía, se la entregué, junto con las necesarias explicaciones, a Richards, el jefe de los Cuatro.

La batalla fue épica: el chillido de los láseres apenas dejaba percibir el resplandor de las explosiones. El aullido de los disparos apenas alcanzaba a tapar los bramidos de ira del descomunal Devorador. Bramidos que alcanzaron su máxima intensidad cuando, repentinamente, decidí unirme a las filas de los Cuatro en la lucha.

La ira no es nunca buena consejera. La sorpresa le hizo desproteger su flanco. Ese fue el momento en que Richards disparó, al grito de: “¡Ya no te llevarás a más de los nuestros, 2016! ¡Muere, maldito bastardo!”. El disparo hizo blanco, y poco a poco la figura del que había sido mi controlador durante eones fue difuminándose en la nada.

Poco había de durar mi júbilo ante mi recién estrenada libertad. Sentí de pronto que una voluntad gigantesca me ordenaba regresar a la nave. Por más que luché contra el mandato, tuve que acatarlo finalmente. Allí encontré que 2016 tenía un plan de reserva. En una hornacina rotulada como “2017”, se estaba gestando un clon de mi antiguo dueño. Solo espero que, creciendo de otra manera, no se convierta en el destructor que fue su modelo.

Feliz 2017 a todos los friquis, y a los que no lo son.

Ramin Dwajadi y la música de Westworld

yo

Anthony Hopkins en el papel de Robert Ford.

En estas últimas semanas un grupo de amigos virtuales (y que lo serán, seguro, en persona, si se da la circunstancia de que alguna vez compartamos ciudad) me han liado para ver la nueva serie “Westworld”, casi a la vez del estreno de cada capítulo. Las tertulias nocturnas a golpe de teclado, teoría viene, hipótesis va, chiste por aquí, imagen por allá, después de cada episodio han sido toda una delicia intelectual y afectiva, y quiero darles a todos ellos las gracias. También por hacerme ver la serie, de la que sólo diré que es la obra televisiva que me has me ha interesado en mi vida. La recomiendo. Pero no es de eso de lo que quiero hablar.

Me siento de muchas formas insatisfecho con el papel actual de los compositores. Considero que quienes componemos somos parte de la sociedad, y me agradaría que así se nos viera, y como tales se nos empleara. Tengo cada vez menos respeto por la figura del compositor hiperintelectualizado que cree estar haciendo un bien a la sociedad por escribir obras que sólo van a tocarse una vez (nadie reestrena). Y aún menos respeto tengo por el compositor que no sé si llamar ”“populista”, que hace obras “al alcance del público”. La composición, defiendo, existirá mientras exista la humanidad, pues es parte esencial de nuestra condición, como lo es contar historias o como lo es mantener relaciones. Uno escribe, si puede, lo que debe escribir. Si la sociedad aún no lo entiende, quizá sea por esa creciente costumbre social de abaratar lo excelente para que todos seamos más iguales y menos individuales.

La composición debería estar integrada en la vida diaria. Como profesor de conservatorio que soy, procuro atender cualquier propuesta pedagógica de mis compañeros, con obras en que en lugar de expresarme con total libertad (para eso tengo otras obras y posibilidades), venzo, o ayudo, más bien al alumno a vencer, la dificultad técnica que me haya pedido su profesor. De la misma manera que tengo mis propias piezas pedagógicas para mis alumnos. Se llama oficio, y creo que el que lo tenga y no lo use para estas cosas, que otros estiman pueriles o indignas, no está ayudando a que la composición tenga el papel que la sociedad necesita que tenga. Berio quería, no sin razón, que la música fuera un continuo que abarcara, sin hiatos, desde las músicas más sencillas y populares a las más complejas y refinadas.

¿Somos acaso conscientes que la música llamada clásica más escuchada y difundida es la de las bandas sonoras de películas y series televisivas? Igual que la televisión está adaptándose, con éxito, a este invasor bienvenido que es Internet, quizá debamos aportar nosotros otras soluciones que la manida (y por muchos temida) sala de conciertos. Pero no es de esto tampoco de lo que quiero hablar.

Supe conscientemente de la música de Ramin Dwajadi al escuchar la pieza introductoria de “Juego de Tronos”, que luego adapté para explicar con su ayuda el coral bachiano (aquí está el primer artículo de la serie, desde el que se vinculan los otros dos que completan el ciclo). Desde entonces le he seguido con alguna atención, porque su trabajo me parece sorprendentemente vigoroso. Basado en técnicas casi siempre de principios del siglo XX (aunque no deja de haber cosas más recientes), su música es consecuente con la imagen, y, sobre todo característica e individual. Un compositor eficiente. No diré que un gran compositor sin conocer su obra exclusivamente musical, pero ojalá no los hubiera peores.

 

Música para los créditos de inicio de Westworld.

 

Los “showrunners” (qué palabreja horrible) de Westworld han pedido a Ramin para la música de esta serie que además de componer música propia, adapte en ciertos momentos piezas provenientes del mundo del rock (en algún caso también ragtime y hasta Debussy).

 

“Paint it black” de los Rolling Stones, en versión de Dwajadi.

 

A más de un compositor conozco que hubiera rechazado la idea, en algún caso por motivos de “dignidad” y en algún otro, crematísticos. Aunque es evidente que tarde o temprano algún compositor hubiera dicho que sí, me agrada que lo haya hecho Dwajadi, que no tiene ya necesidad de aceptar encargos que le disgusten. Sus adaptaciones han resultado muy competentes, pero tampoco voy a juzgar eso. Lo que me parece bastante admirable es su intento de, digámoslo así, hacerse útil. Que considero que es uno de los caminos que debería adoptar la composición para sobrevivir con presencia en la sociedad.

 

“Exit music (for a film)”, de Radiohead, en versión de Dwajadi.

 

Pero el debate sobre cuáles sean esos caminos no sé podrá abrir mientras sigamos en un mundo compositivo en que las voces dominantes son las de los compositores “flor de invernadero” y las de los que insultan al público mimándole.