Amores (1)

Recuerdos sus nombres, claro, pero no los diré. Recuerdo sus olores, sus colores —sí, tienen colores distintos—. Sus voces. Puede que lo segundo que más extrañe sean sus voces.


La de los ojos inmensos. Nunca llegamos a nada, pero tomando un café tuve que pedirle que dejara de mirarme. Me caía en esos ojos y no podía respirar. Me dijo, quiero pensar que cariñosamente, que lo sentía. Obviamente le había explicado que sus ojos no eran de este mundo.

A la que traté mal. Pequeñita ella. Ligoteo del Madrid de la movida. Borrachísimos. Recuerdo más el despertar, con un “Guau Enrique” de ella. Idiota que es uno, no le pedí el teléfono. Tiendo a pensar que ella tampoco me lo pidió porque no concebía que por timidez yo no lo hiciera. Debí ofenderla y lo siento.

Otra pequeñita. Sigue siendo mi segundo arquetipo de belleza (el primero es una amazona más alta que yo). No me quiso nunca, pero me volvía loco. Cuando años más tarde la vi pasar, fugaz, en el tren del metro de enfrente, tuve palpitaciones.

La poderosa. Sabía mucho más que yo y sin embargo se interesaba por mí. Creo que si no hubiera sido tan ingenuo a lo mejor hubiera sido un buen contrapunto para ella. La pasión visceral contra la pasión racional.

La inalcanzable. Bella y grácil. Hasta en la cama la tuve pero nunca fue mía. Nunca fue de nadie, hasta sospecho que nunca fue de ella misma.

La amante. Su marido oscilaba entre maltratarla e ignorarla. Una noche, estando yo dormido y un tanto bebido sonó el portero automático. Lo siguiente que supe es que estábamos los dos desnudos en una silla —hay, creedme, mejores posturas—. Creo que se obsesionó conmigo porque para entonces yo sabía una cosa o dos. Era dulce como pocas, y me partía el alma no poder, por más de una razón, tener una relación con ella.