Notas sobre mis padres (3)

Los Tubos

Muy poco era el tiempo de ocio que podíamos pasar en familia. Quizá por eso tengo recuerdos más nítidos de las pocas ocasiones en que podíamos hacer algo. Uno de los sitios más cercanos a los que íbamos era un descampado en los extrarradios de Madrid, donde probablemente se iba a haber realizado una obra faraónica y se cambió de idea. Estaba lleno de enormes tubos de cemento, y el lugar fue inevitablemente bautizado como “Los Tubos”. Subido en uno de ellos debe existir en alguna parte una foto mía con un cigarrillo en la mano. Era moda, no sé si en toda España, sólo en Madrid, o sólo en el barrio, lo de hacer fotos de los niños fingiendo fumar. De hecho en la pastelería vendíamos muñecos que fumaban “de verdad”,típicamente para venderlos rellenos de bombones o caramelos. Era muy emocionante cuando mi padre les encendía el cigarro con su mechero, y casi no había niño que no empezara a berrear pidiendo el juguete en cuestión. Por supuesto también teníamos cigarrillos de chocolate, de varias marcas que imitaban las decoraciones y marcas de las cajetillas reales. Mi favorita, por diseño, era la de Lucky. Por diseño porque resulta que soy de esos raritos a los que no gusta el chocolate. “Niño tu tiene’r gusto enfermo” es una frase que me repitió mi madre innumerables veces y que por lo visto me dijo una vez un camarero andaluz siendo yo muy pequeño.

De Los Tubos recuerdo también una larga sucesión de costaladas intentando aprender a montar en bici. Una de las veces mi padre ató una cuerda a la bicicleta y salió corriendo delante de mí. No, no me rompí nada, gracias. En la época me consideraba muy torpe y me hacía sentir muy mal. Hube ya de ser casi adulto cuando comprendí que lo de coger la bicicleta cada varios meses, que era cuando podíamos ir a ese sitio, no ayudaba a que aprendiera.

Mis músicas

No es momento de contar ahora por qué me dio por la guitarra. Sí de que para la primera que tuve fuimos mis padres y yo muy serios a una casa de música y que el dependiente —mala estangurria haya tenido— se empeñó en que un chico joven como yo no podía querer una guitarra “española”, que tenía que comprar una “acústica”. Muy respetuosos siempre con quienes considerábamos que sabían más que nosotros, mis padres y yo le hicimos caso.

Las guitarras acústicas, más adecuadamente llamadas “western”, con sus cuerdas de metal, si tienen el mástil mal equilibrado, se parecen muchísimo a esas máquinas que hay en todas las cocinas para partir en lonchas los huevos duros. Me sangraron los dedos varias veces y a punto estuve de perder la ilusión.

Mi primera guitarra en condiciones, cosa de un año más tarde la compré en parte con mis ahorros y mis padres pusieron el resto. Salió buenísima y aún la conservo. Tuve la suerte de que tuviera una tapa que se pensó para guitarra de concierto pero que no salió con toda la perfección que es deseable en esos casos, y la pusieron en una guitarra de estudio convencional. Fue mi instrumento principal durante muchísimos años.

A mis padres, hasta que decidí hacerme músico profesional, les gustaba que tocara la guitarra. Mis notas seguían siendo buenas, jamás me aburría y quedábamos estupendamente cuando había visitas familiares —casi siempre sin que estuviera mi padre, que andaba trabajando—. Comencé a dar pequeños conciertos ,el primero de todos el mismo día de la manifestación contra Tejero. Solía, si ellos querían, tocarlos primero en casa para mis padres, para acostumbrarme al público. El día que mi padre, que casi nunca opinaba, me dijo “sólo te falta hacerla hablar” fue una ocasión memorable. Verano, porque estaban sentados en la terraza, y yo tocaba, mirándoles, desde el cuarto de estar. Más tarde ya vendrían los líos de que me iba a morir de hambre si me dedicaba a la música.

Después de hacer el examen de selectividad, habiendo quedado ya claro que no quería ir a la universidad, fui al armario de mi padre a tomarle prestada una corbata. Quería ir a una entrevista de trabajo para, lo creáis o no, vendedor de enciclopedias. En ese momento sonó el teléfono. Era de la academia en la que estudiaba, que si quería ser profesor de guitarra allí. Debo decir que desde entonces jamás me he puesto una corbata.

Iba así, entre academia, alguna clase particular, y algún concierto, ganando un dinerillo mientras estudiaba en el conservatorio, cuyas matrículas jamás se me ocurrió pedir a mis padres que pagaran. Al cabo de los años, cuando acabé la carrera, me dieron una cantidad de dinero bastante grande: decían que no era justo que hubieran pagado la carrera de mi hermano y no la mía. Y por más que les dije que ni me había pasado por la cabeza comparar, ellos insistieron. También es verdad que algún tiempo atrás les había dado, porque fue una mala época, todo el dinero que tenía ahorrado para una guitarra de concierto. Total, todavía me faltaba mucho para poder comprarla, y era mejor que el dinero se usara para lo necesario. No tardaron en devolvérmelo, por más que insistí en que no había prisa ninguna —creo que me faltaban todavía treinta mil pesetas de entonces—.

Cuando más adelante empecé a ganar concursos de composición no pudieron quedar más orgullosos. Eran duras a veces las peleas: querían normalmente todas las entradas gratuitas que me daban, para distribuirlas a la familia, y yo, lógicamente, quería invitar también a amigos y compañeros, más tarde a alumnos. Alguna vez mi madre ponía a las visitas los discos y no me dejaba cortar cuando llegaban los aplausos: quería que la gente supiera.

Algo antes de eso, para la primera obra grande que estrené pedí a mi padre que me escribiera el título —yo como rotulista soy un desastre—. Así lo hizo, con la misma letra y adornos con que se escribía el “Felicidades” en una chocolatina para ponerla sobre las tartas de cumpleaños.

Calamares

De vez en cuando la gente nos hacía encargos. Si eran cerca, normalmente los servía yo andando —sustituí en esa tarea a mi hermano—. Si eran lejos, o eran muchos, mi padre o Miguel —a partir de que tuvo el carnet— tomaban el coche y me llevaban. Convenía que fuéramos dos por si no encontrábamos donde aparcar. Yo entregaba el pedido y el conductor daba vueltas a la manzana. Llevábamos dos bandejas diarias de bollos a Sepu, por ejemplo. Del centro, que nos pillaba lejos, recibíamos pocos encargos, pero si pasábamos por Callao era obligado tomar un bocadillo de calamares de alguno de los bares de por allí que los hacen extraordinariamente sabrosos. Con agua yo, cuando era pequeño, ya con una caña, de mayor. Curioso que mientras estuve en el Conservatorio, que entonces estaba al lado, nunca se me ocurrió.

Extranjeros

Antes de que mi profesor de inglés —gran profesor y pésima persona— descubriera que veo menos que un topo, por lo visto mi expresión forzando los ojos parecía de burla. De hecho así lo descubrió Mister Abizanda, que empezó a insultarme porque creía que me estaba riendo de él. Llegué a casa llorando y al explicarme se fue descubriendo todo. Gafas primero, lentillas después. Pero antes de esas gafas, en unas vacaciones, al parecer mi mirada ofendió a una pareja de turistas, que comenzaron a insultarme en su idioma. Recuerdo sobre todo dos cosas: lo rápido que vinieron mis padres a defenderme y la costumbre, que luego he visto en bastante gente, de hablar muy despacio y muy alto a los turistas para ver si así te entienden. Como si fueran tontos en lugar de extranjeros. Más veces vi esto si por la pastelería venía algún cliente que no hablara español.

Ya adolescido tomé un curso de verano de alemán, que además de servirme para encapricharme de una mulata, lo hizo para que mi padre se partiera de risa cada vez que me hacía usar el idioma. El curso fue muy breve, y el alemán sigue a salvo de mis asaltos.

Dicloruro

Otra gran ocasión de orgullo para mis padres fue cuando mi hermano Miguel leyó su tesina. Allá que fuimos todos a verle, llevándonos la sorpresa de que en las paredes había carteles recomendando no concentrarse en el centro de los espacios, que el suelo era débil y podía haber accidentes. Yo le había tomado la lección, por así decirlo, muchas veces a mi hermano, teniendo la tesina en la mano mientras él la exponía en casa. Entre que tengo nueve años menos y el tema tratado, no me enteraba de nada, pero nunca olvidaré que el dicloruro de bis-ciclopentadienil-circonio-cuatro es un compuesto notablemente interesante. Creo que todavía no conocía la falsa tesis de Asimov sobre la tiotimolina, que le sirvió para aprender a redactar la tesis real. Les digo yo que ni grimorios ni libros de leyes: los que hablan raro de verdad son los químicos.

Si no recuerdo mal fue la primera vez que mis padres y yo veíamos un proyector de transparencias, que nos pareció tecnología casi vanguardista. Jamás llegué a imaginar la manía que iba a tomarles más tarde.

Pepe y José Luis

Hable ya de Eugenio y Pascual. Fueron al tiempo sustituidos por Pepe y José Luis. Muy trabajadores ambos. La mujer de Pepe no había estudiado inglés pero había trabajado en Inglaterra muchos años. Se reía lo suyo del inglés que hablábamos mi hermano y yo, tan correcto y tan alejado del habla real, y tan mal pronunciado.

Al tiempo sería la esposa de José Luis la que pasara correctamente a máquina la memoria que tuve que presentar para mi oposición. Por cierto, tanto ella como él telefoneaban de vez en cuando a mi padre cuando se jubiló.

Máquinas de escribir

Sacar la máquina de escribir era todo un acontecimiento. Típicamente se usaba para la declaración de Hacienda —que mi madre nunca quiso comprender que no era voluntaria— y para muy pocas cosas más. Una Olivetti verde, primero, con funda azul adornada con una cinta negra y luego una beige, ya con estuche de plástico. Que fue la que tomé prestada para la primera versión de mi memoria, aunque ya no vivía con mis padres.

Ya jubilados mi hermano y yo les llevamos un ordenador para que se entretuvieran, y porque sabíamos que iba a llamarles la atención. Mi madre llegó a jugar solitarios y escribir una especie de diario. Mi padre, que llevó muy mal dejar de trabajar, no le veía sentido si era sólo para divertirse y no para sacarle partido.

Radios y televisiones

En el taller de la pastelería siempre hubo una radio, normalmente sintonizada con programas en que se hablaba, más que musicales. Un aparato enorme y antiquísimo que no se estropeaba nunca. En cambio el transistor de mi madre que tenía en la cocina y que le gustaba llevar consigo mientras hacía la casa, se estropeaba constantemente. Creo que es el tipo de aparato que más veces le he comprado.

Televisiones hubo varias, creo que tres o cuatro. Desde la inevitable en blanco y negro a la de pantalla plana. Entre medias hubo una que tenía manías. Cada vez que dejaba de funcionar le quitaba una pieza y volvía a su ser. Probablemente si le hubiera quitado todas hubiéramos recibido emisiones de otras galaxias.

Los programas favoritos de mis padres eran sobre todo las series de los domingos. Que además era necesario ver porque los clientes las comentaban. Mi madre se partía de risa, por ejemplo, con una que le comentaba que no se podía negar que el niño era de Poldark, que eran clavados —creo que era la misma que aseguraba que El Quijote estaba enterrado en su pueblo—. “Bonanza”; “Hombre rico, hombre pobre” y “Dinastía” fueron éxitos absolutos para ellos. De películas, mi madre prefería las románticas y mi padre las policiacas e históricas. Apenas había vez que hubiera melón de postre que no le clavara un cuchillo diciendo “y aquí estaba yo”. Que es una cita de “Las cuatro plumas”, aunque decía que su favorita era “La vida secreta de Walter Mitty”. El de “Espacio 1999” y “Star Trek” era solamente yo.

Teléfono móvil llegaron a tener uno —mi padre se negaba a que tuvieran uno cada uno—. Uno de aquellos que no se rompían jamás. Con los teléfonos mi padre —al que encantaban los gadgets, aunque no lo hubiera reconocido nunca— tenía costumbres curiosas. En casa había un “Heraldo”. Posteriormente se añadió un supletorio “Góndola”, con el que comenzó el ritual. Llamar para verificar que estaba en funcionamiento, pedir que nos llamaran para ver que ambas funciones estaban disponibles. Cada línea telefónica y cada móvil que he tenido mientras vivió los probábamos así, porque sé que le ilusionaba. Y la verdad es que me sentí muy extraño no haciéndolo con el primer móvil que compré tras su muerte.

El zar de todas las Rusias

Algo tenía mi padre con Rusia. De los poquitos discos que tenía —muchos de ellos regalos de empresa de los vendedores que venían a tomarle pedidos: eran curiosos los de “El Almendro”— uno era “Katiuska”. También, cada vez que estaban en Madrid, que solía ser por Navidad, o Año Nuevo, íbamos a ver los Coros y Danzas del Ejército Ruso. Teatro no recuerdo que viéramos nunca en vivo, y fue mi tía Cruz la que me introdujo llevándome de pequeño, con una selección de primos, a ver “El círculo de tiza caucasiano”.

Notas sobre mis padres (2)

Trabajo

El trabajo de pastelero es muy esclavo, más de lo que quizá imaginéis. En un día normal mi padre entraba a las seis y media de la mañana, directamente al obrador, con su oficial y su aprendiz. Al público se abría a las nueve, con mi madre o con alguno de los dependientes que contratamos. Tan pronto como acababa el trabajo de obrador el oficial y el aprendiz se iban. Mi padre se quitaba el delantal, se ponía una chaquetilla, y subía a la tienda a despachar. Mi madre entonces iba a hacer la comida —vivíamos casi al lado—, que tomábamos a las dos, cuando cerrábamos. Luego mi padre volvía a abrir de cuatro a nueve. No librábamos ningún día de la semana. Desde luego no el domingo, que era normalmente el día de más venta. Era yo ya muy mayor cuando comenzamos a cerrar los martes. Vacaciones en agosto, en que se vendía tan poco que era más caro pagar la luz que lo que se ganaba. Días de fiesta en el año, muy pocos. El siete de enero, en que si no, hubiéramos enfermado gravemente —ya os contaré lo que se trabajaba los días cinco y seis—. El día posterior a San José. Navidad.

Me gustaban esos días porque era cuando veía despierto a mi padre. Lo normal, como es lógico, es que cuando llegaba a casa de noche se quedara dormido de puro agotamiento después de cenar.

En días festivos, en que normalmente las ventas se disparaban, mi padre podía tener que ir al obrador desde las cuatro de la mañana. O en Reyes, directamente pasar toda noche trabajando sin dormir.

El horno de la Concepción

La pastelería tenía tres niveles. El sótano, que destinábamos al obrador. Aunque obrador sea el nombre correcto nosotros siempre lo llamamos taller. Teníamos allí una gran mesa central, que consistía en una cámara de almacenamiento con un mármol por encima, que fue más tarde sustituido por un tablero recubierto de acero inoxidable. Otra mesa más pequeña, de madera, apoyada contra un gran bandejero. El horno de pastelería, enorme y de color verde, tenía dos cámaras de temperatura independiente, y en la parte de abajo lo que se denomina una estufa. Es decir un espacio caliente que permite la fermentación de ciertas masas que así lo precisan. Tres máquinas, tambien enormes y rojas, una para batir, otra para moler y prensar, la que queda también para batir, pero con una especie de brazos mecánicos que se metían en la masa. Siempre la recuerdo cuando pienso en robots. Una báscula terriblemente antigua. Un mostrador donde también se trabajaba, y en cuyo extremo había un pequeño fuego de carbón. Un fregadero. Un minúsculo cuarto de baño. Un casi tan minúsculo almacén.

En el nivel siguiente, la tienda, con una trastienda muy pequeña, que se comunicaba con el taller por unas escaleras tan estrechas y empinadas que es asombroso que no no nos hayamos matado cuando subíamos bandejas a toda velocidad. La trastienda tenía también una escalera de madera igualmente estrecha y pina que conducía al piso de arriba, un pequeño cuartucho que destinábamos a despacho de mi padre. De este despacho siempre me fascinó el buró, con mecanismos misteriosos que bloqueaban y desbloqueaban cajones.

La tienda, como podréis suponer, tenía un mostrador. Primero fue de mármol, y sobre él me enseñó mi madre las primeras letras y las primeras sumas. Escribía allí a lápiz y cada vez que venía un cliente, le pasábamos un paño enjabonado. Lo sentí cuando al cabo de los años se sustituyó por un mostrador más moderno. Suelo ser muy rápido calculando y hay quién lo ha atribuido a que tenga mente privilegiada. Halagador como es, debo decir que no es cierto. Simplemente, por juego, cada vez que había que hacer la cuenta a un cliente miraba a ver si atinaba el resultado antes que la caja registradora. Al tiempo solía lograrlo. Estoy muy entrenado. Varias vitrinas y una cámara frigorífica. Y, lógicamente, un escaparate, que daba más guerra de la que pensáis. Aunque uno de mis recuerdos de infancia más queridos es el de cuando me dejaban subir y bajar el toldo, junto con echar la verja de cierre. Para completar la tienda, falta la báscula, de resorte primero, electrónica después. Y un importantísimo taburete. Al parecer una ley antiquísima dictaminaba que todo negocio en que trabajase una mujer debía disponer de algo en que sentarse, no fuera la débil fémina a cansarse demasiado. Quién pensara en débiles féminas no conocía a mi madre.

Queridos Reyes Magos

Todos los años por Reyes me pongo triste y melancólico. Los días cinco de enero mi padre comenzaba a trabajar haciendo roscones a eso de las cuatro de la madrugada. Seguía todo el día y toda la noche. Normalmente a eso de las doce de la mañana del seis lográbamos convencerle de que durmiera un rato de siesta (media hora), encima de un saco de harina. La jornada acababa más o menos a las siete de la tarde. 

Tan pronto fui capaz de hacerme útil en el taller comencé a pasar allí los días cinco de enero, con mi padre, mi hermano y los empleados que tenía. Solía acudir también algún familiar a ayudar. Mi tía Cruz, por ejemplo, que nos hacía zumo de naranja a golpe de rodillo, con las naranjas cuya piel yo había previamente rallado. La ralladura de naranja y limón la hacíamos con una lata de jamón, a la que habíamos hecho desde dentro unos agujeros con clavos. Venga a frotar naranjas para arriba, venga a frotar limones para abajo. Venía también a veces uno de mis tíos, para conducir y llevar encargos. Un año vino un compañero de colegio para ayudar, propinilla incluida. Quedó espantado de lo mucho que se trabajaba. Mi hermano solía organizar los encargos, que en aquellas fechas eran cientos. Más tarde vine a heredar ese puesto.

Entretanto en la tienda mi madre y la dependienta despachaban a más no poder, con mi ayuda, si no hacía falta en el taller.

Mi padre nunca permitió que me quedara también por la noche hasta que cumplí los dieciocho.

Jamás he vuelto a comer un roscón tan bueno, aunque sí algunos que se acercan. Y jamás veo un roscón sin alguna tristeza. 

El triciclo de Miguel

Casi todos los años cuando comíamos en el taller en Reyes alguno de los empleados —por entonces Eugenio, Pascual, Valeriano y Charo, que ya os presentaré—comentaba lo gracioso que era mi hermano Miguel —Luis Miguel, en rigor, aunque él nunca se hace llamar así— de pequeño paseando en triciclo por el obrador. Mi hermano me lleva nueve años, y cuando era pequeño, si no lo entiendo mal, la familia no tenía casa aparte, así que le cuidaban en la tienda. Siempre he envidiado que tuvo así más contacto con nuestros padres. Él probablemente envidie que en ese sentido mi infancia fue más cómoda.

Charo

La dependienta de la pastelería que más tiempo estuvo con nosotros fue Charo, que no respondía por Rosario. La recuerdo con la bata azul que era entonces el uniforme que usaban las mujeres en la pastelería. Para los hombres era chaquetilla blanca. Cuando era yo muy pequeño era la encargada además de llevarme al colegio, siempre de la mano y siempre con la misma broma: “hace tanto frío que se te va a helar la sangre de los bolsillos”. Creemos que siempre anduvo esperanzada en casar con mi hermano, o esa era la teoría de mi madre. Al final lo hizo con un trompetista de una banda militar.

Aislamiento

En condiciones de trabajo como las que os cuento comprenderéis que mis padres podían socializar muy poco. Más de una vez algún familiar les echaba en cara que no iban a verlos, y nunca quisieron comprender que no se podía. En esas condiciones los empleados se convierten en algo así como la familia más cercana.

Yo pasaba mucho tiempo sólo de pequeño, claro. Durante un tiempo tuve una cuidadora mientras mi madre trabajaba. Tengo por algún lado una foto con ella y yo, los dos en bañador en una piscina, que es espectacular. Menos mal que todavía no cantaban mis hormonas.

Eugenio y Pascual

Los oficiales del taller de mis recuerdos más antiguos, luego vendrían Pepe y José Luis. Tiarrón Eugenio, delgaducho Pascual. Siempre entre bromas. Eugenio tenía la santa costumbre, que no gustaba nada a mi padre, de tirar de vez en cuando un cuchillo a ver si lo clavaba en la madera de una de las mesas. Pascual, al tiempo, tuvo una enfermedad cardiaca tras la que quedó todavía más delgado. Mucho se quejó al principio de tener que dejar el tabaco, pero luego decía que nunca había estado mejor.

Señora, el plástico se funde

Los clientes tienen a veces ideas completamente estúpidas. Lo malo es que mandan, y antes de la muerte de aquel señor bajito con voz atiplada, más, sobre todo si tenían contactos.

Por ejemplo una vez una señora se empeñó en encargarnos un roscón en que quería que hubiera tres sorpresas, que nos trajo: un reloj, en su correspondiente caja de plástico, una pluma, también con caja. Y una joya. 

Normalmente las sorpresas se meten en la masa antes de que el roscón entre al horno. Mi padre propuso hacer el roscón, abrirlo y meter así las sorpresas. La señora no quería saber nada de ello. Decía que así iba a notar dónde estaban. Fue en vano intentar convencerla de que el plástico se iba a fundir, y el cartucho de tinta de la pluma a estallar. Insistió e insistió y al final hubo que hacerlo a su manera.

No se me olvidará cómo salió el roscón del horno. Lleno de tinta por una parte, de plástico por la contraria.

Tampoco se me olvidará la cara de la señora al recogerlo. Pagó sin decir nada y se fue.

Valeriano

Si no recuerdo mal su categoría no era de dependiente, sino de encargado. Algo así pues como el segundo de a bordo del Capitán Narciso. Serio y trabajador. Guardo el recuerdo, que a lo mejor es exagerado, de que era un poco presumido en el vestir. Al tiempo montó su propia pastelería. Fue de los pocos que después de dejarnos llamaba de vez en cuando ver qué tal nos iba.

Borrachos

Otra anécdota que recuerdo de lo más curiosa es la de dos tipos completamente borrachos que entraron en la pastelería a primera hora de la mañana, con pinta de no haberse acostado todavía, y quién sabe si de haber andado en compañías alegres —el barrio era conocido entre los taxistas como “el barrio de las vírgenes”, en parte porque todas las calles se llamaban Virgen de algo, en parte porque estaba lleno de profesionales de la noche—. Querían algo para que sus mujeres los perdonaran. Empezaron por pedir un kilo de pasteles, pero uno de ellos al ver la bandeja dijo que eso iba a ser poca cosa. Nos hicieron pues enseñarles todas las bandejas que teníamos, y se decidieron por la mayor, que era un poco más grande que un lavabo típico. Cargada ya de pasteles y antes de envolver, seguían pensando que era insuficiente, que si no podíamos adornarla o algo así. Teníamos cajas de bombones, muñecos para llenar de caramelos y cosas similares. Al final mi madre adornó la bandeja con unos graciosos —y caros— pajaritos de tela y dos muñecos. Y ya que estaba, les vendió sendas cajas de bombones, de las bonitas, que no eran de cartón sino de lata con dibujos y relieves. Honestamente confío en que sus mujeres fueran comprensivas. Nos hicieron más negocio de lo que probablemente hubieran gastado por la noche.

Doña Ángeles

Esto lo escribí hace tiempo para un grupo de Facebook y creo que me quedó bien, así que lo pongo tal cual, aunque hay información que ya conocéis.

Como he contado en más ocasiones, mis padres tenían una pastelería. Los dos eran “de pueblo”. Mi madre, de uno pequeño, mi padre de uno ínfimo. Eran otros tiempos y lo que hoy se consideraría abuso de menores y yo llamaba y llamo ayudar a la familia, repartiendo algún encargo, y haciendo alguna cosa en el negocio, no estaba mal visto. Y creo que aunque lo hubiera estado lo habría hecho igual.

Los clientes eran a veces horribles. Achacaban las buenas notas de mi hermano y mías a sobornos con bollos. O cuestionaban la inteligencia de que estudiáramos.“Total, para ser pasteleros”. Estaba yo acabando, ya mayorcete, la carrera de guitarra y alguna clienta me recomendaba que tomara clases con su hijo, que ya tocaba el “Romance anónimo”.

Doña Ángeles era una de nuestras clientes. Encantadora y que siempre vio en mi hermano y en mi quizá más de lo que había. Con la menor excusa pedía que le llevásemos encargos (vivía prácticamente en la puerta de al lado) y nos daba, para la época, generosísimas propinas. ¡Cuántos libros no habré comprado gracias a ella!

También se convirtió en una especie de hada madrina: me hizo conocer al entonces famosísimo Luis de Castresana, que era su vecino, recomendándole a él que me animara a estudiar y a mí que recordara la ocasión en que conocía a un famoso escritor. Castresana se rió a gusto cuando me dijo que eligiera el libro que quisiera de su biblioteca, que me lo regalaba, y le dije que no, que las bibliotecas no se rompen.

Mucho antes de esto, quizá a mis ocho o nueve años, Doña Ángeles me regaló dos volúmenes de “El guerrero del antifaz”, encuadernados en tapa dura. Quizá los volúmenes tercero y cuarto, por lo que recuerdo. Con el consejo de que no me quedara sólo en la letra impresa.

Han pasado muchos años. Ahora entiendo quizá una gran soledad detrás de sus atenciones (mi madre lloró cuando tras su muerte sus hijos se acercaron a saludar: hacía años que no le llevaban ni un bollo). Pero tengo mucho que agradecerle. Entre otras cosas, no haberme convertido (creo) en un pedante al uso, sino conocer más medios.

Notas sobre mis padres (1)

Nombres

Mi padre se llamaba Narciso, mi madre Bonifacia. Aquellos tiempos de bautizar a los hijos con el nombre del santo del día me han proporcionado Alejandros, Celedonias, Bernardos, Aracelis, Anastasios y otros nombres inhabituales para los más de mis parientes. Qué quieren ustedes: los prefiero a los infinitos Juanes, Maricármenes y Borjamaris que nos inundan.

El lenguaje de las flores

Mi padre se apellidaba Blanco Blanco. Narciso Blanco Blanco. El narciso blanco en el lenguaje de las flores significa pureza de intención. He tardado toda mi adolescencia y parte de mi madurez en entender lo apropiadamente que nombraron a mi padre.

Mucho cachondeo hubo de pequeño con que yo fuera Enrique Blanco Rodríguez Blanco. Pero tengo primos que llegan a tener cuatro veces seguidas el apellido Blanco. Supongo que no debo quejarme demasiado.

El apellido imposible

Mi madre se apellidaba Rodríguez Garriel. Garriel. No “Gabriel”, no “Garruel”, “no Garbuel”, no “Gardel”. De las pocas cartas que llegaban a casa cuando yo era pequeño, más de una hubo que ir a buscarla a Correos porque el remitente escribía mal el apellido.

El Cubillo

Mi padre nació en El Cubillo, provincia de Segovia. Un pueblo pequeño, pequeño, pequeño. Cuando transitaba de la niñez a la adolescencia, uno de los curas de mi colegio me llevó a sus aposentos privados, tentándome con el ciclostil —una especie de multicopista— (siempre me metieron, y yo no me quejaba, en los periódicos de la clase) y con los creo que eran cien volúmenes de la enciclopedia Espasa-Calpe. Me hice acompañar, eso sí, por uno de mis amigos. Jamás, y con razón, me fié de esos curas. El caso es que en la enciclopedia el pueblo figuraba como que tenía veinte casas. Yo, orgulloso, dije que mi tío Alejandro acababa de construir una más. Mi amigo y yo salimos indemnes. El pueblo, como muchos pueblos en estos días, se ha convertido en un lugar de vacaciones para los nietos de los que emigraron a Madrid. Incluso he visto publicidad de parapentes allí, aunque lo más alto que hay es la tumba de “El perro Veloz”, cuya historia a lo mejor os cuento o a lo mejor no.

El estudiante

A mi padre le encantaba la escuela. Nunca se quejaba de mayor, porque hablamos de una generación en que los hombres de nada se quejaban, pero siempre nos dio muestras de que le hubiera gustado estudiar. Y no por conseguir mejor posición, sino por saber más.

Entre los libros que estudió estaba “Lo que nos rodea”, que sabía de memoria y a menudo nos recitaba. Siendo yo más que veinteañero encontré en el rastro un ejemplar y lo compré. Aparte de la inmensa ilusión que le hizo cuando se lo regalé, pude comprobar que no se equivocaba ni en una palabra. “¡Chocolate!, ¡yo quiero chocolate!”, que era el comienzo de uno de esos diálogos en que la madre aprovecha para contar la historia del dulce en cuestión, es una frase que siempre me pondrá melancólico.

Otros libros que sabía de memoria y que acabé por conseguirle fueron “Corazón”, de Edmundo de Amicis y “El niño republicano”. Este último lo encontré con Franco ya bien muerto y enterrado. Incluso así le dio miedo que se lo llevara a casa. Por cierto, que, en todo caso, su memoria seguía siendo perfecta, palabra a palabra. Tanto que en las escasas ocasiones que no era así, creía y creo —me refiero a “Corazón”— que debe ser un problema de ediciones y traducciones distintas.

Mi padre hubo de dejar la escuela para ponerse a trabajar a los doce años. Ya os contaré más.

La titiritera

Llegó al pueblo de mi madre una compañía de cómicos, en aquellos tiempos en que según aparecían se recomendaba esconder las gallinas. Mi madre, Bonifacia —“Boni, llámenme Boni”— disfrutó de lo lindo y dijo a mi abuela que ella quería ser titiritera. Al parecer mi abuela la tundió a palos a gusto —eran los tiempos de casar bien a todas las hijas, menos a una, que debía quedar soltera para cuidar a la anciana madre (fue mi tía Cruz)—, pero nunca se le quitó la sensación. Las escasas muestras de simpatía que recibí por dedicarme a una carrera artística creo que vinieron de ahí. Jamás por dedicarme a ello, pero sí por dar una buena función. O concierto.

Obvio, por lo demás, que incluso cuando ya tuve la oposición aprobada (esa es toda otra historia) y andaba cobrando más que todos mis compañeros de clase, mi madre era la que insistía en que mejorara mi inglés, que saber idiomas era más seguro.

Está en Madrid

Los padres nunca hablan de verdad con los hijos de su pasado. Lo que pueda tener de doloroso, lo escatiman, lo que de ejemplar, lo callan por pudor.

Tal y como lo reconstruyo, cuando mi padre tuvo doce años mi abuela quedó embarazada, otra vez. Hablamos de los tiempos que los hijos se contaban por docenas, y se distinguía entre “hijos a la mesa” —los que habían sobrevivido al parto y las enfermedades— y hijos nacidos. El caso es que mandaron a mi padre, el hijo mayor, a Madrid, a que se las arreglara, que en casa no les cabía. De alguna forma —jamás me la contó—, logró entrar de aprendiz en una pastelería. Al segundo día de trabajo le mandaron llevar un encargo a tal calle. “¿Y dónde está”, preguntó. “En Madrid”, le respondieron. Entonces supo que nadie le iba a ayudar.

Por un café

Mucho contaba mi padre cómo una vez, en tiempos del estraperlo, sus jefes consiguieron, que no era cosa fácil, un saco de azúcar. Uno de los aprendices, haciendo gestos, cabriolas y gracietas —tal y como lo contaba mi padre, debió ser el típico cuñado—, tiró un café destinado al jefe encima del saco, ya abierto. El mandamás, colérico, empezó a pegarle. “Por un café”— decía el graciosete— “si yo se lo pago”.

Señor duque

Mi madre era incluso más reservada sobre su pasado que mi padre. Él no quería que supiéramos de miserias, ella quería que tuviéramos modelos más al estilo.

Con todo, contaba que tuvo un cliente (ella fue dependiente de pastelería, y nunca llegó a contarnos ni cómo llego a Madrid ni cómo obtuvo el puesto) llamado Javier Cabrito Camarero Duque. El hombre —normal— andaba permanentemente enfadado. Al parecer le gustaba ir a la pastelería en la que servía mi madre porque una vez le dijo que ella no se atrevía a llamarle por su nombre de pila, que sus dos primeros apellidos no le gustaban y que si le permitía llamarle “señor Duque”. Mi madre, abundantes muestras tuve de ello, era la mejor vendedora que haya existido en el mundo. Que no, que no exagero.

Mi héroe

Durante el poco tiempo que le dejaron estudiar, al parecer a mi padre le encargaron una única redacción: “mi personaje favorito”. Eligió a su abuelo —o sea a mi bisabuelo, al que no llegué a conocer—. Contaba grandes cosas de él, por ejemplo una de sus frases favoritas “entre Dios y los curas, joden a Cristo”. Añadía que no podía contar mucho más porque el cura del pueblo, “el cura motorista”, tenía por costumbre coger su vehículo y una escopeta y salir a cazar rojos por las noches.

Fogones (1)

Mi padre progresó. Poneos en cuenta de una organización casi militar. Aprendiz. Oficial de segunda. Oficial de primera. Maestro pastelero. Entre tanto una sirena (mi madre era muy, muy guapa, lo digo tan objetivamente como puedo) y él coincidieron en una pastelería (no puedo asegurarlo pero tengo fuertes indicios de que fue el segundo trabajo en Madrid de ambos). Mi padre empezó a acompañarla a donde vivía. Siempre diciendo “oye que cuando tengas chico ya no te acompaño, sólo tienes que decirlo” (incluso así, menos patético que yo a veces). Mano izquierda de mi madre en esos tiempos de franquistas endiosados, y con todo el poder. Consiguió un alquiler relativamente pagable para una pastelería en propiedad. El “Horno de la Concepción” en que me crié. Tras la primera jornada de apertura, sacaron cincuenta pesetas. “¡Ay! ¡Si sacáramos esto todos los días!”, dijo mi madre.

Fogones (2)

Más de una vez me han reñido porque, criado entre fogones, debería ser menos pésimo en la cocina. En realidad no hay contradicción. Mis padres querían que fuéramos a más. Jamás nos permitieron hacer trabajo de aprendices. Ayudábamos cuando era necesario, y tanto mi hermano como yo teníamos casi que suplicar que nos dejaran, que eran nuestros padres y que aquí había varios manos más, que no se agotaran. Ayudamos a veces, claro, en los momentos en que era imposible no hacerlo (no es el momento de contaros la noche de Reyes pastelera). Pero por lo general —y aquí creo que interviene menos el machismo de que los chicos no hagan, que la férrea voluntad de mis padres de que fuéramos a más— lo que es elaborar, cocinar, crear en el horno, nos lo impedían.

A mi padre lo he visto llorar pocas veces. Una fue cuando —pequeñajo yo— pedí carbón a los reyes magos, para ahorrar. En la pastelería había un pequeño fuego de carbón que era preferible para las cosas más exquisitas.

Nunca confiaron en mi música. Unos días antes de que aprobara sin querer —esa es otra historia— mi oposición, mi padre me dijo que estaba pensando en convertir la pastelería en una librería, para que tuviera de qué vivir.

Rabia

Mi hermano y yo sacábamos notazas en el cole. Un colegio de curas, caro además. He visto dos veces llorar de rabia a mi madre. Una cuando uno de los curas del colegio le preguntaba que por qué mi hermano y yo teníamos que estudiar, si ”sólo” íbamos a ser pasteleros. La otra cuando una clienta de la pastelería, cuyo hijo suspendía en el mismo colegio a lo bestia, atribuía nuestros sobresalientes a que “buenas bandejas de bollos os habrá costado”.