Los Tubos
Muy poco era el tiempo de ocio que podíamos pasar en familia. Quizá por eso tengo recuerdos más nítidos de las pocas ocasiones en que podíamos hacer algo. Uno de los sitios más cercanos a los que íbamos era un descampado en los extrarradios de Madrid, donde probablemente se iba a haber realizado una obra faraónica y se cambió de idea. Estaba lleno de enormes tubos de cemento, y el lugar fue inevitablemente bautizado como “Los Tubos”. Subido en uno de ellos debe existir en alguna parte una foto mía con un cigarrillo en la mano. Era moda, no sé si en toda España, sólo en Madrid, o sólo en el barrio, lo de hacer fotos de los niños fingiendo fumar. De hecho en la pastelería vendíamos muñecos que fumaban “de verdad”,típicamente para venderlos rellenos de bombones o caramelos. Era muy emocionante cuando mi padre les encendía el cigarro con su mechero, y casi no había niño que no empezara a berrear pidiendo el juguete en cuestión. Por supuesto también teníamos cigarrillos de chocolate, de varias marcas que imitaban las decoraciones y marcas de las cajetillas reales. Mi favorita, por diseño, era la de Lucky. Por diseño porque resulta que soy de esos raritos a los que no gusta el chocolate. “Niño tu tiene’r gusto enfermo” es una frase que me repitió mi madre innumerables veces y que por lo visto me dijo una vez un camarero andaluz siendo yo muy pequeño.
De Los Tubos recuerdo también una larga sucesión de costaladas intentando aprender a montar en bici. Una de las veces mi padre ató una cuerda a la bicicleta y salió corriendo delante de mí. No, no me rompí nada, gracias. En la época me consideraba muy torpe y me hacía sentir muy mal. Hube ya de ser casi adulto cuando comprendí que lo de coger la bicicleta cada varios meses, que era cuando podíamos ir a ese sitio, no ayudaba a que aprendiera.
Mis músicas
No es momento de contar ahora por qué me dio por la guitarra. Sí de que para la primera que tuve fuimos mis padres y yo muy serios a una casa de música y que el dependiente —mala estangurria haya tenido— se empeñó en que un chico joven como yo no podía querer una guitarra “española”, que tenía que comprar una “acústica”. Muy respetuosos siempre con quienes considerábamos que sabían más que nosotros, mis padres y yo le hicimos caso.
Las guitarras acústicas, más adecuadamente llamadas “western”, con sus cuerdas de metal, si tienen el mástil mal equilibrado, se parecen muchísimo a esas máquinas que hay en todas las cocinas para partir en lonchas los huevos duros. Me sangraron los dedos varias veces y a punto estuve de perder la ilusión.
Mi primera guitarra en condiciones, cosa de un año más tarde la compré en parte con mis ahorros y mis padres pusieron el resto. Salió buenísima y aún la conservo. Tuve la suerte de que tuviera una tapa que se pensó para guitarra de concierto pero que no salió con toda la perfección que es deseable en esos casos, y la pusieron en una guitarra de estudio convencional. Fue mi instrumento principal durante muchísimos años.
A mis padres, hasta que decidí hacerme músico profesional, les gustaba que tocara la guitarra. Mis notas seguían siendo buenas, jamás me aburría y quedábamos estupendamente cuando había visitas familiares —casi siempre sin que estuviera mi padre, que andaba trabajando—. Comencé a dar pequeños conciertos ,el primero de todos el mismo día de la manifestación contra Tejero. Solía, si ellos querían, tocarlos primero en casa para mis padres, para acostumbrarme al público. El día que mi padre, que casi nunca opinaba, me dijo “sólo te falta hacerla hablar” fue una ocasión memorable. Verano, porque estaban sentados en la terraza, y yo tocaba, mirándoles, desde el cuarto de estar. Más tarde ya vendrían los líos de que me iba a morir de hambre si me dedicaba a la música.
Después de hacer el examen de selectividad, habiendo quedado ya claro que no quería ir a la universidad, fui al armario de mi padre a tomarle prestada una corbata. Quería ir a una entrevista de trabajo para, lo creáis o no, vendedor de enciclopedias. En ese momento sonó el teléfono. Era de la academia en la que estudiaba, que si quería ser profesor de guitarra allí. Debo decir que desde entonces jamás me he puesto una corbata.
Iba así, entre academia, alguna clase particular, y algún concierto, ganando un dinerillo mientras estudiaba en el conservatorio, cuyas matrículas jamás se me ocurrió pedir a mis padres que pagaran. Al cabo de los años, cuando acabé la carrera, me dieron una cantidad de dinero bastante grande: decían que no era justo que hubieran pagado la carrera de mi hermano y no la mía. Y por más que les dije que ni me había pasado por la cabeza comparar, ellos insistieron. También es verdad que algún tiempo atrás les había dado, porque fue una mala época, todo el dinero que tenía ahorrado para una guitarra de concierto. Total, todavía me faltaba mucho para poder comprarla, y era mejor que el dinero se usara para lo necesario. No tardaron en devolvérmelo, por más que insistí en que no había prisa ninguna —creo que me faltaban todavía treinta mil pesetas de entonces—.
Cuando más adelante empecé a ganar concursos de composición no pudieron quedar más orgullosos. Eran duras a veces las peleas: querían normalmente todas las entradas gratuitas que me daban, para distribuirlas a la familia, y yo, lógicamente, quería invitar también a amigos y compañeros, más tarde a alumnos. Alguna vez mi madre ponía a las visitas los discos y no me dejaba cortar cuando llegaban los aplausos: quería que la gente supiera.
Algo antes de eso, para la primera obra grande que estrené pedí a mi padre que me escribiera el título —yo como rotulista soy un desastre—. Así lo hizo, con la misma letra y adornos con que se escribía el “Felicidades” en una chocolatina para ponerla sobre las tartas de cumpleaños.
Calamares
De vez en cuando la gente nos hacía encargos. Si eran cerca, normalmente los servía yo andando —sustituí en esa tarea a mi hermano—. Si eran lejos, o eran muchos, mi padre o Miguel —a partir de que tuvo el carnet— tomaban el coche y me llevaban. Convenía que fuéramos dos por si no encontrábamos donde aparcar. Yo entregaba el pedido y el conductor daba vueltas a la manzana. Llevábamos dos bandejas diarias de bollos a Sepu, por ejemplo. Del centro, que nos pillaba lejos, recibíamos pocos encargos, pero si pasábamos por Callao era obligado tomar un bocadillo de calamares de alguno de los bares de por allí que los hacen extraordinariamente sabrosos. Con agua yo, cuando era pequeño, ya con una caña, de mayor. Curioso que mientras estuve en el Conservatorio, que entonces estaba al lado, nunca se me ocurrió.
Extranjeros
Antes de que mi profesor de inglés —gran profesor y pésima persona— descubriera que veo menos que un topo, por lo visto mi expresión forzando los ojos parecía de burla. De hecho así lo descubrió Mister Abizanda, que empezó a insultarme porque creía que me estaba riendo de él. Llegué a casa llorando y al explicarme se fue descubriendo todo. Gafas primero, lentillas después. Pero antes de esas gafas, en unas vacaciones, al parecer mi mirada ofendió a una pareja de turistas, que comenzaron a insultarme en su idioma. Recuerdo sobre todo dos cosas: lo rápido que vinieron mis padres a defenderme y la costumbre, que luego he visto en bastante gente, de hablar muy despacio y muy alto a los turistas para ver si así te entienden. Como si fueran tontos en lugar de extranjeros. Más veces vi esto si por la pastelería venía algún cliente que no hablara español.
Ya adolescido tomé un curso de verano de alemán, que además de servirme para encapricharme de una mulata, lo hizo para que mi padre se partiera de risa cada vez que me hacía usar el idioma. El curso fue muy breve, y el alemán sigue a salvo de mis asaltos.
Dicloruro
Otra gran ocasión de orgullo para mis padres fue cuando mi hermano Miguel leyó su tesina. Allá que fuimos todos a verle, llevándonos la sorpresa de que en las paredes había carteles recomendando no concentrarse en el centro de los espacios, que el suelo era débil y podía haber accidentes. Yo le había tomado la lección, por así decirlo, muchas veces a mi hermano, teniendo la tesina en la mano mientras él la exponía en casa. Entre que tengo nueve años menos y el tema tratado, no me enteraba de nada, pero nunca olvidaré que el dicloruro de bis-ciclopentadienil-circonio-cuatro es un compuesto notablemente interesante. Creo que todavía no conocía la falsa tesis de Asimov sobre la tiotimolina, que le sirvió para aprender a redactar la tesis real. Les digo yo que ni grimorios ni libros de leyes: los que hablan raro de verdad son los químicos.
Si no recuerdo mal fue la primera vez que mis padres y yo veíamos un proyector de transparencias, que nos pareció tecnología casi vanguardista. Jamás llegué a imaginar la manía que iba a tomarles más tarde.
Pepe y José Luis
Hable ya de Eugenio y Pascual. Fueron al tiempo sustituidos por Pepe y José Luis. Muy trabajadores ambos. La mujer de Pepe no había estudiado inglés pero había trabajado en Inglaterra muchos años. Se reía lo suyo del inglés que hablábamos mi hermano y yo, tan correcto y tan alejado del habla real, y tan mal pronunciado.
Al tiempo sería la esposa de José Luis la que pasara correctamente a máquina la memoria que tuve que presentar para mi oposición. Por cierto, tanto ella como él telefoneaban de vez en cuando a mi padre cuando se jubiló.
Máquinas de escribir
Sacar la máquina de escribir era todo un acontecimiento. Típicamente se usaba para la declaración de Hacienda —que mi madre nunca quiso comprender que no era voluntaria— y para muy pocas cosas más. Una Olivetti verde, primero, con funda azul adornada con una cinta negra y luego una beige, ya con estuche de plástico. Que fue la que tomé prestada para la primera versión de mi memoria, aunque ya no vivía con mis padres.
Ya jubilados mi hermano y yo les llevamos un ordenador para que se entretuvieran, y porque sabíamos que iba a llamarles la atención. Mi madre llegó a jugar solitarios y escribir una especie de diario. Mi padre, que llevó muy mal dejar de trabajar, no le veía sentido si era sólo para divertirse y no para sacarle partido.
Radios y televisiones
En el taller de la pastelería siempre hubo una radio, normalmente sintonizada con programas en que se hablaba, más que musicales. Un aparato enorme y antiquísimo que no se estropeaba nunca. En cambio el transistor de mi madre que tenía en la cocina y que le gustaba llevar consigo mientras hacía la casa, se estropeaba constantemente. Creo que es el tipo de aparato que más veces le he comprado.
Televisiones hubo varias, creo que tres o cuatro. Desde la inevitable en blanco y negro a la de pantalla plana. Entre medias hubo una que tenía manías. Cada vez que dejaba de funcionar le quitaba una pieza y volvía a su ser. Probablemente si le hubiera quitado todas hubiéramos recibido emisiones de otras galaxias.
Los programas favoritos de mis padres eran sobre todo las series de los domingos. Que además era necesario ver porque los clientes las comentaban. Mi madre se partía de risa, por ejemplo, con una que le comentaba que no se podía negar que el niño era de Poldark, que eran clavados —creo que era la misma que aseguraba que El Quijote estaba enterrado en su pueblo—. “Bonanza”; “Hombre rico, hombre pobre” y “Dinastía” fueron éxitos absolutos para ellos. De películas, mi madre prefería las románticas y mi padre las policiacas e históricas. Apenas había vez que hubiera melón de postre que no le clavara un cuchillo diciendo “y aquí estaba yo”. Que es una cita de “Las cuatro plumas”, aunque decía que su favorita era “La vida secreta de Walter Mitty”. El de “Espacio 1999” y “Star Trek” era solamente yo.
Teléfono móvil llegaron a tener uno —mi padre se negaba a que tuvieran uno cada uno—. Uno de aquellos que no se rompían jamás. Con los teléfonos mi padre —al que encantaban los gadgets, aunque no lo hubiera reconocido nunca— tenía costumbres curiosas. En casa había un “Heraldo”. Posteriormente se añadió un supletorio “Góndola”, con el que comenzó el ritual. Llamar para verificar que estaba en funcionamiento, pedir que nos llamaran para ver que ambas funciones estaban disponibles. Cada línea telefónica y cada móvil que he tenido mientras vivió los probábamos así, porque sé que le ilusionaba. Y la verdad es que me sentí muy extraño no haciéndolo con el primer móvil que compré tras su muerte.
El zar de todas las Rusias
Algo tenía mi padre con Rusia. De los poquitos discos que tenía —muchos de ellos regalos de empresa de los vendedores que venían a tomarle pedidos: eran curiosos los de “El Almendro”— uno era “Katiuska”. También, cada vez que estaban en Madrid, que solía ser por Navidad, o Año Nuevo, íbamos a ver los Coros y Danzas del Ejército Ruso. Teatro no recuerdo que viéramos nunca en vivo, y fue mi tía Cruz la que me introdujo llevándome de pequeño, con una selección de primos, a ver “El círculo de tiza caucasiano”.