Felicitación friqui

Puede ser porque nunca fui hábil en el arte de contar el pasado: siempre creí que el relato de lo ya sucedido tiende a adaptarse a la opinión del narrador más que a los hechos, y así, preferí ejercitar mi mano en actividades más marciales. Quizá sea porque, estando como estuve en el mismo centro de los acontecimientos, los Centinelas piensen, creo que sin acierto, que dispongo de detalles más precisos sobre lo sucedido, sin comprender que todo ocurrió a velocidades demasiado vertiginosas como para que distinguiera lo que tenía frente a mis ojos. O acaso todo sea un capricho juvenil de Aquel a quién ahora debo llamar Amo, puesto que, a pesar de todo, no conseguí mi añorada libertad.

Me llaman el Heraldo, y contar esta historia es mi castigo.

Era un mundo delicioso, un planeta exquisito. Tanto que el Devorador temía agotarlo demasiado pronto. Él siempre era más partidario de consumir cada esfera en un furioso estallido de glotonería, buscando saciar su voracidad, sin conseguirlo nunca. Su apetito perpetuamente insatisfecho cedió en esta ocasión ante sus hasta entonces ignoradas cualidades de gastrónomo sutil, y tomó la decisión de ir drenando sin apresurarse sus aspectos más suculentos, sus factores más sabrosos, sus bocados de sabor más apetecible .

Norrin”—me dijo— “investiga esta sociedad, que no es tan insignificante como parece, y dime cuáles son sus elementos mas brillantes. Solo cuando los haya paladeado sorberé los tuétanos de lo que para entonces será poco más que un cascarón sin esperanza ni voluntad.

¿Qué podía hacer, más que contentarle? Yo, más acostumbrado a atravesar el corazón de las estrellas que a cruzar la puerta de las bibliotecas, hube de camuflar mi brillo y leer sobre las artes y ciencias de un mundo pequeño. Yo, que frecuentemente me detuve durante unos pocos lustros a distinguir cada detalle de alguna singularidad cósmica, me vi forzado a seguir el veloz delirio que allí llamaban prensa. Yo, cuya historia se mide en eones que acaso no vayan a tener fin, necesité explorar los logros breves y evanescentes de ese planeta, y que llaman música, literatura, cine…

Cada descubrimiento que hacía le era de inmediato comunicado a mi amo, que sin dilación extraía al individuo en cuestión de entre las masas para sorber golosamente su esencia. En el tiempo de esa cata demencial, de esa degustación ofuscada, de este festín enloquecido, no pocas veces lamentó que algunos de los más brillantes espíritus terrestres estuvieran ya fuera de su alcance. Por primera vez desde que me convirtió en su heraldo, vi al Devorador tal como pudo ser de niño en otro universo: un arrapiezo goloso sin mayor consideración por las víctimas de su glotonería que la que manifestaría otro rapaz frente a un helado.

Comencé a odiar a mi amo con la misma intensidad con que empezaba a amar todo lo referido a la Tierra. La orden de estudiar este mundo llevaba consigo, lo comprendo ahora, la necesidad de entender a la que sin ese estudio me hubiera parecido una raza despreciable, y de verla con simpatía. Si el Devorador lo hubiera entendido también, probablemente seguiría vivo.

Solo cuatro personas detectaron las actividades del ahora gastrónomo galáctico: una familia cuyo líder se dedicaba a la investigación científica, con resultados que no hay más remedio que considerar fantásticos. Trazaban plan tras plan, diseñaban estrategia tras estrategia, pero no lograban encontrar forma de coronar la aventura con éxito. Yo temía por ellos: eran la única esperanza de la humanidad, pero tarde o temprano —lo más seguro es que temprano— el Amo los detectaría y los paladearía. Y me pediría explicaciones de por qué no le había hablado de ellos.

Innumerables siglos de fidelidad y devoción cedieron paso a un único pensamiento de traición, y arrebaté de la nave en que durante eras inmemoriales habíamos deambulado de festín planetario en bacanal estelar, el única arma que podía igualar las cosas: un pequeño aparato con el supremo poder de convertir en nulo todo aquello que se expusiera a su campo. Con bastante menos culpabilidad de la que suponía, se la entregué, junto con las necesarias explicaciones, a Richards, el jefe de los Cuatro.

La batalla fue épica: el chillido de los láseres apenas dejaba percibir el resplandor de las explosiones. El aullido de los disparos apenas alcanzaba a tapar los bramidos de ira del descomunal Devorador. Bramidos que alcanzaron su máxima intensidad cuando, repentinamente, decidí unirme a las filas de los Cuatro en la lucha.

La ira no es nunca buena consejera. La sorpresa le hizo desproteger su flanco. Ese fue el momento en que Richards disparó, al grito de: “¡Ya no te llevarás a más de los nuestros, 2016! ¡Muere, maldito bastardo!”. El disparo hizo blanco, y poco a poco la figura del que había sido mi controlador durante eones fue difuminándose en la nada.

Poco había de durar mi júbilo ante mi recién estrenada libertad. Sentí de pronto que una voluntad gigantesca me ordenaba regresar a la nave. Por más que luché contra el mandato, tuve que acatarlo finalmente. Allí encontré que 2016 tenía un plan de reserva. En una hornacina rotulada como “2017”, se estaba gestando un clon de mi antiguo dueño. Solo espero que, creciendo de otra manera, no se convierta en el destructor que fue su modelo.

Feliz 2017 a todos los friquis, y a los que no lo son.

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