Notas sobre mis padres (1)

Nombres

Mi padre se llamaba Narciso, mi madre Bonifacia. Aquellos tiempos de bautizar a los hijos con el nombre del santo del día me han proporcionado Alejandros, Celedonias, Bernardos, Aracelis, Anastasios y otros nombres inhabituales para los más de mis parientes. Qué quieren ustedes: los prefiero a los infinitos Juanes, Maricármenes y Borjamaris que nos inundan.

El lenguaje de las flores

Mi padre se apellidaba Blanco Blanco. Narciso Blanco Blanco. El narciso blanco en el lenguaje de las flores significa pureza de intención. He tardado toda mi adolescencia y parte de mi madurez en entender lo apropiadamente que nombraron a mi padre.

Mucho cachondeo hubo de pequeño con que yo fuera Enrique Blanco Rodríguez Blanco. Pero tengo primos que llegan a tener cuatro veces seguidas el apellido Blanco. Supongo que no debo quejarme demasiado.

El apellido imposible

Mi madre se apellidaba Rodríguez Garriel. Garriel. No “Gabriel”, no “Garruel”, “no Garbuel”, no “Gardel”. De las pocas cartas que llegaban a casa cuando yo era pequeño, más de una hubo que ir a buscarla a Correos porque el remitente escribía mal el apellido.

El Cubillo

Mi padre nació en El Cubillo, provincia de Segovia. Un pueblo pequeño, pequeño, pequeño. Cuando transitaba de la niñez a la adolescencia, uno de los curas de mi colegio me llevó a sus aposentos privados, tentándome con el ciclostil —una especie de multicopista— (siempre me metieron, y yo no me quejaba, en los periódicos de la clase) y con los creo que eran cien volúmenes de la enciclopedia Espasa-Calpe. Me hice acompañar, eso sí, por uno de mis amigos. Jamás, y con razón, me fié de esos curas. El caso es que en la enciclopedia el pueblo figuraba como que tenía veinte casas. Yo, orgulloso, dije que mi tío Alejandro acababa de construir una más. Mi amigo y yo salimos indemnes. El pueblo, como muchos pueblos en estos días, se ha convertido en un lugar de vacaciones para los nietos de los que emigraron a Madrid. Incluso he visto publicidad de parapentes allí, aunque lo más alto que hay es la tumba de “El perro Veloz”, cuya historia a lo mejor os cuento o a lo mejor no.

El estudiante

A mi padre le encantaba la escuela. Nunca se quejaba de mayor, porque hablamos de una generación en que los hombres de nada se quejaban, pero siempre nos dio muestras de que le hubiera gustado estudiar. Y no por conseguir mejor posición, sino por saber más.

Entre los libros que estudió estaba “Lo que nos rodea”, que sabía de memoria y a menudo nos recitaba. Siendo yo más que veinteañero encontré en el rastro un ejemplar y lo compré. Aparte de la inmensa ilusión que le hizo cuando se lo regalé, pude comprobar que no se equivocaba ni en una palabra. “¡Chocolate!, ¡yo quiero chocolate!”, que era el comienzo de uno de esos diálogos en que la madre aprovecha para contar la historia del dulce en cuestión, es una frase que siempre me pondrá melancólico.

Otros libros que sabía de memoria y que acabé por conseguirle fueron “Corazón”, de Edmundo de Amicis y “El niño republicano”. Este último lo encontré con Franco ya bien muerto y enterrado. Incluso así le dio miedo que se lo llevara a casa. Por cierto, que, en todo caso, su memoria seguía siendo perfecta, palabra a palabra. Tanto que en las escasas ocasiones que no era así, creía y creo —me refiero a “Corazón”— que debe ser un problema de ediciones y traducciones distintas.

Mi padre hubo de dejar la escuela para ponerse a trabajar a los doce años. Ya os contaré más.

La titiritera

Llegó al pueblo de mi madre una compañía de cómicos, en aquellos tiempos en que según aparecían se recomendaba esconder las gallinas. Mi madre, Bonifacia —“Boni, llámenme Boni”— disfrutó de lo lindo y dijo a mi abuela que ella quería ser titiritera. Al parecer mi abuela la tundió a palos a gusto —eran los tiempos de casar bien a todas las hijas, menos a una, que debía quedar soltera para cuidar a la anciana madre (fue mi tía Cruz)—, pero nunca se le quitó la sensación. Las escasas muestras de simpatía que recibí por dedicarme a una carrera artística creo que vinieron de ahí. Jamás por dedicarme a ello, pero sí por dar una buena función. O concierto.

Obvio, por lo demás, que incluso cuando ya tuve la oposición aprobada (esa es toda otra historia) y andaba cobrando más que todos mis compañeros de clase, mi madre era la que insistía en que mejorara mi inglés, que saber idiomas era más seguro.

Está en Madrid

Los padres nunca hablan de verdad con los hijos de su pasado. Lo que pueda tener de doloroso, lo escatiman, lo que de ejemplar, lo callan por pudor.

Tal y como lo reconstruyo, cuando mi padre tuvo doce años mi abuela quedó embarazada, otra vez. Hablamos de los tiempos que los hijos se contaban por docenas, y se distinguía entre “hijos a la mesa” —los que habían sobrevivido al parto y las enfermedades— y hijos nacidos. El caso es que mandaron a mi padre, el hijo mayor, a Madrid, a que se las arreglara, que en casa no les cabía. De alguna forma —jamás me la contó—, logró entrar de aprendiz en una pastelería. Al segundo día de trabajo le mandaron llevar un encargo a tal calle. “¿Y dónde está”, preguntó. “En Madrid”, le respondieron. Entonces supo que nadie le iba a ayudar.

Por un café

Mucho contaba mi padre cómo una vez, en tiempos del estraperlo, sus jefes consiguieron, que no era cosa fácil, un saco de azúcar. Uno de los aprendices, haciendo gestos, cabriolas y gracietas —tal y como lo contaba mi padre, debió ser el típico cuñado—, tiró un café destinado al jefe encima del saco, ya abierto. El mandamás, colérico, empezó a pegarle. “Por un café”— decía el graciosete— “si yo se lo pago”.

Señor duque

Mi madre era incluso más reservada sobre su pasado que mi padre. Él no quería que supiéramos de miserias, ella quería que tuviéramos modelos más al estilo.

Con todo, contaba que tuvo un cliente (ella fue dependiente de pastelería, y nunca llegó a contarnos ni cómo llego a Madrid ni cómo obtuvo el puesto) llamado Javier Cabrito Camarero Duque. El hombre —normal— andaba permanentemente enfadado. Al parecer le gustaba ir a la pastelería en la que servía mi madre porque una vez le dijo que ella no se atrevía a llamarle por su nombre de pila, que sus dos primeros apellidos no le gustaban y que si le permitía llamarle “señor Duque”. Mi madre, abundantes muestras tuve de ello, era la mejor vendedora que haya existido en el mundo. Que no, que no exagero.

Mi héroe

Durante el poco tiempo que le dejaron estudiar, al parecer a mi padre le encargaron una única redacción: “mi personaje favorito”. Eligió a su abuelo —o sea a mi bisabuelo, al que no llegué a conocer—. Contaba grandes cosas de él, por ejemplo una de sus frases favoritas “entre Dios y los curas, joden a Cristo”. Añadía que no podía contar mucho más porque el cura del pueblo, “el cura motorista”, tenía por costumbre coger su vehículo y una escopeta y salir a cazar rojos por las noches.

Fogones (1)

Mi padre progresó. Poneos en cuenta de una organización casi militar. Aprendiz. Oficial de segunda. Oficial de primera. Maestro pastelero. Entre tanto una sirena (mi madre era muy, muy guapa, lo digo tan objetivamente como puedo) y él coincidieron en una pastelería (no puedo asegurarlo pero tengo fuertes indicios de que fue el segundo trabajo en Madrid de ambos). Mi padre empezó a acompañarla a donde vivía. Siempre diciendo “oye que cuando tengas chico ya no te acompaño, sólo tienes que decirlo” (incluso así, menos patético que yo a veces). Mano izquierda de mi madre en esos tiempos de franquistas endiosados, y con todo el poder. Consiguió un alquiler relativamente pagable para una pastelería en propiedad. El “Horno de la Concepción” en que me crié. Tras la primera jornada de apertura, sacaron cincuenta pesetas. “¡Ay! ¡Si sacáramos esto todos los días!”, dijo mi madre.

Fogones (2)

Más de una vez me han reñido porque, criado entre fogones, debería ser menos pésimo en la cocina. En realidad no hay contradicción. Mis padres querían que fuéramos a más. Jamás nos permitieron hacer trabajo de aprendices. Ayudábamos cuando era necesario, y tanto mi hermano como yo teníamos casi que suplicar que nos dejaran, que eran nuestros padres y que aquí había varios manos más, que no se agotaran. Ayudamos a veces, claro, en los momentos en que era imposible no hacerlo (no es el momento de contaros la noche de Reyes pastelera). Pero por lo general —y aquí creo que interviene menos el machismo de que los chicos no hagan, que la férrea voluntad de mis padres de que fuéramos a más— lo que es elaborar, cocinar, crear en el horno, nos lo impedían.

A mi padre lo he visto llorar pocas veces. Una fue cuando —pequeñajo yo— pedí carbón a los reyes magos, para ahorrar. En la pastelería había un pequeño fuego de carbón que era preferible para las cosas más exquisitas.

Nunca confiaron en mi música. Unos días antes de que aprobara sin querer —esa es otra historia— mi oposición, mi padre me dijo que estaba pensando en convertir la pastelería en una librería, para que tuviera de qué vivir.

Rabia

Mi hermano y yo sacábamos notazas en el cole. Un colegio de curas, caro además. He visto dos veces llorar de rabia a mi madre. Una cuando uno de los curas del colegio le preguntaba que por qué mi hermano y yo teníamos que estudiar, si ”sólo” íbamos a ser pasteleros. La otra cuando una clienta de la pastelería, cuyo hijo suspendía en el mismo colegio a lo bestia, atribuía nuestros sobresalientes a que “buenas bandejas de bollos os habrá costado”.

2 comentarios en “Notas sobre mis padres (1)

  1. ¡Muy bueno Enrique!
    Me hace pensar en la cantidad de cosas que hubiera querido preguntarles ahora y que entonces no hice. No solamente curiosidades o detalles sobre sus propias vidas o sobre si esta o aquella anécdota había sido «así o asao», sino también comentarios de todo tipo y –sobre todo– muchas más demostraciones de cariño.
    Gracias por sacarlo a la luz.
    Un abrazo, hermano.

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario