Notas sobre mis padres (2)

Trabajo

El trabajo de pastelero es muy esclavo, más de lo que quizá imaginéis. En un día normal mi padre entraba a las seis y media de la mañana, directamente al obrador, con su oficial y su aprendiz. Al público se abría a las nueve, con mi madre o con alguno de los dependientes que contratamos. Tan pronto como acababa el trabajo de obrador el oficial y el aprendiz se iban. Mi padre se quitaba el delantal, se ponía una chaquetilla, y subía a la tienda a despachar. Mi madre entonces iba a hacer la comida —vivíamos casi al lado—, que tomábamos a las dos, cuando cerrábamos. Luego mi padre volvía a abrir de cuatro a nueve. No librábamos ningún día de la semana. Desde luego no el domingo, que era normalmente el día de más venta. Era yo ya muy mayor cuando comenzamos a cerrar los martes. Vacaciones en agosto, en que se vendía tan poco que era más caro pagar la luz que lo que se ganaba. Días de fiesta en el año, muy pocos. El siete de enero, en que si no, hubiéramos enfermado gravemente —ya os contaré lo que se trabajaba los días cinco y seis—. El día posterior a San José. Navidad.

Me gustaban esos días porque era cuando veía despierto a mi padre. Lo normal, como es lógico, es que cuando llegaba a casa de noche se quedara dormido de puro agotamiento después de cenar.

En días festivos, en que normalmente las ventas se disparaban, mi padre podía tener que ir al obrador desde las cuatro de la mañana. O en Reyes, directamente pasar toda noche trabajando sin dormir.

El horno de la Concepción

La pastelería tenía tres niveles. El sótano, que destinábamos al obrador. Aunque obrador sea el nombre correcto nosotros siempre lo llamamos taller. Teníamos allí una gran mesa central, que consistía en una cámara de almacenamiento con un mármol por encima, que fue más tarde sustituido por un tablero recubierto de acero inoxidable. Otra mesa más pequeña, de madera, apoyada contra un gran bandejero. El horno de pastelería, enorme y de color verde, tenía dos cámaras de temperatura independiente, y en la parte de abajo lo que se denomina una estufa. Es decir un espacio caliente que permite la fermentación de ciertas masas que así lo precisan. Tres máquinas, tambien enormes y rojas, una para batir, otra para moler y prensar, la que queda también para batir, pero con una especie de brazos mecánicos que se metían en la masa. Siempre la recuerdo cuando pienso en robots. Una báscula terriblemente antigua. Un mostrador donde también se trabajaba, y en cuyo extremo había un pequeño fuego de carbón. Un fregadero. Un minúsculo cuarto de baño. Un casi tan minúsculo almacén.

En el nivel siguiente, la tienda, con una trastienda muy pequeña, que se comunicaba con el taller por unas escaleras tan estrechas y empinadas que es asombroso que no no nos hayamos matado cuando subíamos bandejas a toda velocidad. La trastienda tenía también una escalera de madera igualmente estrecha y pina que conducía al piso de arriba, un pequeño cuartucho que destinábamos a despacho de mi padre. De este despacho siempre me fascinó el buró, con mecanismos misteriosos que bloqueaban y desbloqueaban cajones.

La tienda, como podréis suponer, tenía un mostrador. Primero fue de mármol, y sobre él me enseñó mi madre las primeras letras y las primeras sumas. Escribía allí a lápiz y cada vez que venía un cliente, le pasábamos un paño enjabonado. Lo sentí cuando al cabo de los años se sustituyó por un mostrador más moderno. Suelo ser muy rápido calculando y hay quién lo ha atribuido a que tenga mente privilegiada. Halagador como es, debo decir que no es cierto. Simplemente, por juego, cada vez que había que hacer la cuenta a un cliente miraba a ver si atinaba el resultado antes que la caja registradora. Al tiempo solía lograrlo. Estoy muy entrenado. Varias vitrinas y una cámara frigorífica. Y, lógicamente, un escaparate, que daba más guerra de la que pensáis. Aunque uno de mis recuerdos de infancia más queridos es el de cuando me dejaban subir y bajar el toldo, junto con echar la verja de cierre. Para completar la tienda, falta la báscula, de resorte primero, electrónica después. Y un importantísimo taburete. Al parecer una ley antiquísima dictaminaba que todo negocio en que trabajase una mujer debía disponer de algo en que sentarse, no fuera la débil fémina a cansarse demasiado. Quién pensara en débiles féminas no conocía a mi madre.

Queridos Reyes Magos

Todos los años por Reyes me pongo triste y melancólico. Los días cinco de enero mi padre comenzaba a trabajar haciendo roscones a eso de las cuatro de la madrugada. Seguía todo el día y toda la noche. Normalmente a eso de las doce de la mañana del seis lográbamos convencerle de que durmiera un rato de siesta (media hora), encima de un saco de harina. La jornada acababa más o menos a las siete de la tarde. 

Tan pronto fui capaz de hacerme útil en el taller comencé a pasar allí los días cinco de enero, con mi padre, mi hermano y los empleados que tenía. Solía acudir también algún familiar a ayudar. Mi tía Cruz, por ejemplo, que nos hacía zumo de naranja a golpe de rodillo, con las naranjas cuya piel yo había previamente rallado. La ralladura de naranja y limón la hacíamos con una lata de jamón, a la que habíamos hecho desde dentro unos agujeros con clavos. Venga a frotar naranjas para arriba, venga a frotar limones para abajo. Venía también a veces uno de mis tíos, para conducir y llevar encargos. Un año vino un compañero de colegio para ayudar, propinilla incluida. Quedó espantado de lo mucho que se trabajaba. Mi hermano solía organizar los encargos, que en aquellas fechas eran cientos. Más tarde vine a heredar ese puesto.

Entretanto en la tienda mi madre y la dependienta despachaban a más no poder, con mi ayuda, si no hacía falta en el taller.

Mi padre nunca permitió que me quedara también por la noche hasta que cumplí los dieciocho.

Jamás he vuelto a comer un roscón tan bueno, aunque sí algunos que se acercan. Y jamás veo un roscón sin alguna tristeza. 

El triciclo de Miguel

Casi todos los años cuando comíamos en el taller en Reyes alguno de los empleados —por entonces Eugenio, Pascual, Valeriano y Charo, que ya os presentaré—comentaba lo gracioso que era mi hermano Miguel —Luis Miguel, en rigor, aunque él nunca se hace llamar así— de pequeño paseando en triciclo por el obrador. Mi hermano me lleva nueve años, y cuando era pequeño, si no lo entiendo mal, la familia no tenía casa aparte, así que le cuidaban en la tienda. Siempre he envidiado que tuvo así más contacto con nuestros padres. Él probablemente envidie que en ese sentido mi infancia fue más cómoda.

Charo

La dependienta de la pastelería que más tiempo estuvo con nosotros fue Charo, que no respondía por Rosario. La recuerdo con la bata azul que era entonces el uniforme que usaban las mujeres en la pastelería. Para los hombres era chaquetilla blanca. Cuando era yo muy pequeño era la encargada además de llevarme al colegio, siempre de la mano y siempre con la misma broma: “hace tanto frío que se te va a helar la sangre de los bolsillos”. Creemos que siempre anduvo esperanzada en casar con mi hermano, o esa era la teoría de mi madre. Al final lo hizo con un trompetista de una banda militar.

Aislamiento

En condiciones de trabajo como las que os cuento comprenderéis que mis padres podían socializar muy poco. Más de una vez algún familiar les echaba en cara que no iban a verlos, y nunca quisieron comprender que no se podía. En esas condiciones los empleados se convierten en algo así como la familia más cercana.

Yo pasaba mucho tiempo sólo de pequeño, claro. Durante un tiempo tuve una cuidadora mientras mi madre trabajaba. Tengo por algún lado una foto con ella y yo, los dos en bañador en una piscina, que es espectacular. Menos mal que todavía no cantaban mis hormonas.

Eugenio y Pascual

Los oficiales del taller de mis recuerdos más antiguos, luego vendrían Pepe y José Luis. Tiarrón Eugenio, delgaducho Pascual. Siempre entre bromas. Eugenio tenía la santa costumbre, que no gustaba nada a mi padre, de tirar de vez en cuando un cuchillo a ver si lo clavaba en la madera de una de las mesas. Pascual, al tiempo, tuvo una enfermedad cardiaca tras la que quedó todavía más delgado. Mucho se quejó al principio de tener que dejar el tabaco, pero luego decía que nunca había estado mejor.

Señora, el plástico se funde

Los clientes tienen a veces ideas completamente estúpidas. Lo malo es que mandan, y antes de la muerte de aquel señor bajito con voz atiplada, más, sobre todo si tenían contactos.

Por ejemplo una vez una señora se empeñó en encargarnos un roscón en que quería que hubiera tres sorpresas, que nos trajo: un reloj, en su correspondiente caja de plástico, una pluma, también con caja. Y una joya. 

Normalmente las sorpresas se meten en la masa antes de que el roscón entre al horno. Mi padre propuso hacer el roscón, abrirlo y meter así las sorpresas. La señora no quería saber nada de ello. Decía que así iba a notar dónde estaban. Fue en vano intentar convencerla de que el plástico se iba a fundir, y el cartucho de tinta de la pluma a estallar. Insistió e insistió y al final hubo que hacerlo a su manera.

No se me olvidará cómo salió el roscón del horno. Lleno de tinta por una parte, de plástico por la contraria.

Tampoco se me olvidará la cara de la señora al recogerlo. Pagó sin decir nada y se fue.

Valeriano

Si no recuerdo mal su categoría no era de dependiente, sino de encargado. Algo así pues como el segundo de a bordo del Capitán Narciso. Serio y trabajador. Guardo el recuerdo, que a lo mejor es exagerado, de que era un poco presumido en el vestir. Al tiempo montó su propia pastelería. Fue de los pocos que después de dejarnos llamaba de vez en cuando ver qué tal nos iba.

Borrachos

Otra anécdota que recuerdo de lo más curiosa es la de dos tipos completamente borrachos que entraron en la pastelería a primera hora de la mañana, con pinta de no haberse acostado todavía, y quién sabe si de haber andado en compañías alegres —el barrio era conocido entre los taxistas como “el barrio de las vírgenes”, en parte porque todas las calles se llamaban Virgen de algo, en parte porque estaba lleno de profesionales de la noche—. Querían algo para que sus mujeres los perdonaran. Empezaron por pedir un kilo de pasteles, pero uno de ellos al ver la bandeja dijo que eso iba a ser poca cosa. Nos hicieron pues enseñarles todas las bandejas que teníamos, y se decidieron por la mayor, que era un poco más grande que un lavabo típico. Cargada ya de pasteles y antes de envolver, seguían pensando que era insuficiente, que si no podíamos adornarla o algo así. Teníamos cajas de bombones, muñecos para llenar de caramelos y cosas similares. Al final mi madre adornó la bandeja con unos graciosos —y caros— pajaritos de tela y dos muñecos. Y ya que estaba, les vendió sendas cajas de bombones, de las bonitas, que no eran de cartón sino de lata con dibujos y relieves. Honestamente confío en que sus mujeres fueran comprensivas. Nos hicieron más negocio de lo que probablemente hubieran gastado por la noche.

Doña Ángeles

Esto lo escribí hace tiempo para un grupo de Facebook y creo que me quedó bien, así que lo pongo tal cual, aunque hay información que ya conocéis.

Como he contado en más ocasiones, mis padres tenían una pastelería. Los dos eran “de pueblo”. Mi madre, de uno pequeño, mi padre de uno ínfimo. Eran otros tiempos y lo que hoy se consideraría abuso de menores y yo llamaba y llamo ayudar a la familia, repartiendo algún encargo, y haciendo alguna cosa en el negocio, no estaba mal visto. Y creo que aunque lo hubiera estado lo habría hecho igual.

Los clientes eran a veces horribles. Achacaban las buenas notas de mi hermano y mías a sobornos con bollos. O cuestionaban la inteligencia de que estudiáramos.“Total, para ser pasteleros”. Estaba yo acabando, ya mayorcete, la carrera de guitarra y alguna clienta me recomendaba que tomara clases con su hijo, que ya tocaba el “Romance anónimo”.

Doña Ángeles era una de nuestras clientes. Encantadora y que siempre vio en mi hermano y en mi quizá más de lo que había. Con la menor excusa pedía que le llevásemos encargos (vivía prácticamente en la puerta de al lado) y nos daba, para la época, generosísimas propinas. ¡Cuántos libros no habré comprado gracias a ella!

También se convirtió en una especie de hada madrina: me hizo conocer al entonces famosísimo Luis de Castresana, que era su vecino, recomendándole a él que me animara a estudiar y a mí que recordara la ocasión en que conocía a un famoso escritor. Castresana se rió a gusto cuando me dijo que eligiera el libro que quisiera de su biblioteca, que me lo regalaba, y le dije que no, que las bibliotecas no se rompen.

Mucho antes de esto, quizá a mis ocho o nueve años, Doña Ángeles me regaló dos volúmenes de “El guerrero del antifaz”, encuadernados en tapa dura. Quizá los volúmenes tercero y cuarto, por lo que recuerdo. Con el consejo de que no me quedara sólo en la letra impresa.

Han pasado muchos años. Ahora entiendo quizá una gran soledad detrás de sus atenciones (mi madre lloró cuando tras su muerte sus hijos se acercaron a saludar: hacía años que no le llevaban ni un bollo). Pero tengo mucho que agradecerle. Entre otras cosas, no haberme convertido (creo) en un pedante al uso, sino conocer más medios.

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