Ramadjany, una encarnación de Vishnu, una de esas adoradoras de Rama que habían traído la danza al mundo: las bailarinas sagradas.
El tictac era ahora monótono y uniforme. El quejido de las cuerdas me recordaba los rayos afila- dos del sol, refrescados por la respiración del viento. El color azul era Saravasti y María y una mu- chacha llamada Laura. Oí una cítara en alguna parte, observé la estatua animada, y aspiré un soplo divino.
Yo era otra vez Rimbaud y su hachís, Baudelaire y su láudano, Poe, De Quincey, Wilde, Mallarmé, y Aleister Crowley. Fui, durante un fugaz instante, mi padre vestido de negro en el púlpito en sombras, pero los himnos y los resoplidos del órgano se habían trasmutado en un viento brillante.
Braxa era una veleta giratoria, un crucifijo emplumado que flotaba en el aire, una cuerda de ropa que sostenía una vestidura brillante, paralelamente al suelo. Tenía el hombro desnudo ahora, y el pecho derecho subía y bajaba como una luna en el cielo. La música era tan formal como los argumentos de Job. La danza de Braxa era la respuesta de Dios.
La música se hizo más lenta, se aquietó. Había encontrado un antagonista y una réplica. Las vestiduras de Braxa se recogieron en los serenos pliegues originales, como una cosa viva.
Braxa se dejó caer, lentamente, al suelo, y apoyó la cabeza en las rodillas, inmóvil.
Me dolía la espalda y comprendí qué tensamente había mirado yo el baile. Tenía las axilas húmedas. La transpiración me corría por los costados. ¿Qué podía hacer uno ahora? ¿Aplaudir?
Miré de reojo a M’Cwyie. La mujer alzó la mano derecha.
La muchacha se estremeció y se puso de pie, como si hubiese recibido un mensaje telepático. Las otras tres mujeres se incorporaron también.
Me levanté con el pie izquierdo dormido y dije lo primero que me pasó por la cabeza. —Muy hermoso.