Sinclinales (1)

Diego Ramos, que ya ha aparecido previamente en estas páginas (aquí, aquí y aquí) y a quién no desespero de convencer para que nos escriba sobre lo que él quiera, me pide por correo que amplíe las explicaciones sobre mi técnica de sinclinales que figuran en la tesina que me dedicó Jaime Martín (al que también tengo ganas de encontrar por aquí.

Recientemente tuve que impartir un curso en Granada (entre paréntesis: —pocas veces me han tratado mejor—) y me pidieron que añadiera una charleta sobre mi lenguaje que los alumnos de primeros cursos de armonía pudieran entender. Debió salime bien porque el comentario generalizado era que “soy un cachondo”. Si eso quiere decir que la técnica es comprensible y fácil, lo celebro. Pero nadie piense que es algún tipo de constructo teórico sin relación con música auténtica. Lo empleo demasiado, me gusta demasiado y, sobre todo, mi oído lo capta demasiado como para que admita esa posibilidad.

Otras veces lo he contado de la forma más técnica posible. Esta vez, sin embargo, me apetece más contarlo en forma autobiográfica. Cómo se me ocurrió.

Cuando estudiaba Solfeo (que hoy en los conservatorios españoles se llama “Lenguaje Musical”), había algo que me molestaba profundamente: ¿por qué algunos grados de la escala disponían de un tono entero (dos semitonos) y otros sólo de medio tono? Lo que era peor: en el modo menor entre el sexto y séptimo grados podía llegar a una segunda aumentada, con nada menos que tres semitonos. ¿Tan crédulos son nuestros oídos? ¿Cómo podía ser que ante tales diferencias el oído reaccionara con agrado?

Pues, en efecto, mi oído reaccionaba con agrado. Y por más que mi vista y mi cerebro notaran que una segunda aumentada sonaba igual que una tercera menor, cuando escuchaba no tenía problema alguno en distinguir un arpegio de una escala.

La respuesta tenía que estar relacionada con el aculturamiento (no es que yo empleara ese término en la época), con la capacidad de percibir algo en función de unas enseñanzas aprendidas consciente o inconscientemente (o sea, toda la música que oímos).

Al tiempo llegué a conocer lo que entonces me presentaron como escala disminuida, y que hoy conozco con más cariño por los términos escala octatónica y modo II de Messiaen. Su distribución de semitonos (1, 2 y vuelta a empezar hasta completar la octava) me parecía tremendamente organizada. Por no hablar de cómo me gustaba su sonoridad. Podía pasar y pasaba horas improvisando sobre la escala en cuestión. Y, zascandileando sobre esta escala recordé los pensamientos antedichos. Parecía haber factores comunes. Intervalos grandes lo parecían sólo en función de intervalos pequeños y viceversa. Tocando en la octatónica los intervalos de tres semitonos me parecían siempre arpegios. En mayor, lo mismo. En menor (entre los grados pertinentes), siempre grados conjuntos.

Ya iba barruntando algunos de mis primeros opúsculos, y ya no me parecía oportuno hablar de grados conjuntos y arpegios. A fin de cuentas, iba a usar muchos de esos intervalos de forma melódica o armónica fuera cual fuera su origen. Preferí una catalogación práctica: intervalos grandes (aquellos que lo eran notablemente más que los otros) e intervalos pequeños (algún alumno lo ha definido como la técnica Barrio Sésamo). Es decir: en presencia de intervalos pequeños, los grandes se sentían como tales, y viceversa. Así pues, cabía distinguir un perfil común, una sinclinal, entre sucesos como la escala octatónica (intervalo pequeño, un semita, grande: dos), el hexacordo mágico (pequeño: 1, grande: 3), construcciones que no repiten octava (por ejemplo, 2, 3, 2, 3, etc, o 1, 61, 6, etc…), la gama de Luis de Pablo (la conocí mucho después; 4, 7, 4, 7…) y muchos otros factores, casi infinitos.

Pero hasta aquí, se trataba de postulados teóricos. Ninguna teoría vale mucho si no la respalda la práctica. Tenía claro que todo esto no sería más que un agradable pasatiempo mental si no lograba que el oído percibiera esta especie de arquetipo platónico de los intervalos. ¿Cómo hacerlo?

Porque el concepto me resultaba singularmente atractivo. Aficionado a la mitología, hacía tiempo que había detectado mitos recurrentes, dioses y diosas casi gemelos entre distintas culturas. Amante de la literatura, Borges me había enseñado que Simbad y mi querido Ulises eran de alguna manera el mismo personaje (dicen que no hay más que una docena de grandes historias, y que se han de recontar eternamente). Incluso, parecía ser (universales lingüísticos) que al parecer había un lenguaje detrás del lenguaje, algunas condiciones que toda lengua debía cumplir para ser considerada como tal. Yo percibía una relación entre todas estas cosas. Y quería plasmarla en música, con una técnica cuya estructura fuera similar a lo dicho.

¿Lo hice? Creo que sí, pero os lo contaré en otro artículo.

3 comentarios en “Sinclinales (1)

  1. Pingback: Sinclinales (2) » Potsdam 1747

  2. Una introducción de las buenas, de las que abren el apetito, de las que dejan con tremendas ganas de seguir leyendo…
    Prometo participar más activamente en el blog cuando me vaya familiarizando con el manejo. Es todo un honor ser invitado a este «baluarte» que no he dejado de visitar en los últimos seis años. Y ser invitado por nada menos que la persona que me demostró que excelente música y excelente pedagogía no sólo no están reñidas sino que pueden llegar a caminar de la mano.
    Un abrazo, Enrique, y un saludo para el resto de blogueros de Potsdam 1747.

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