Crónicas zamoranas 3

Una vez más en el autobús, camino de Madrid. Y una vez más entretengo el tedio del viaje comentando como percibe Zamora alguien criado en una ciudad mayor. En este caso, me extenderé sobre lo que dije en el anterior artículo de este serie: muchos habitantes de Zamora la sienten como una condena.

Parece existir una convicción generalizada de que en Zamora todo es viejo, de que nada cambia ni puede cambiar, de que es inútil molestarse. A más de uno me ha tocado convencerle de que existen comercios que no cierran a mediodía ni los domingos. Tales “modernidades”, tan útiles y convenientes -sobre todo para gente que, como yo, está en la ciudad normalmente en días festivos-, parece que resultan impropias de la imagen de la ciudad que tienen sus habitantes, y en consecuencia no son percibidas como parte de lo posible. Hasta tal punto es así que a más de un zamorano me ha tocado convencerle de este hecho en varios fines de semana consecutivos, siempre con pruebas tangibles. El acontecimiento debe haberles parecido demasiado ajeno a lo que se siente como el genio de la ciudad como para ser confiado a la memoria.

En todo caso, el que exista comercio en festivos sólo es relevante para quien, como yo, a veces necesita una escarpia que no es cosa de traer de los madriles. Más preocupante, y algo de lo que puedo, por mi profesión y formación, opinar con mayor justicia, es lo que pasa con la vida cultural. No falta, pero es de un nivel extraño. Uno se puede encontrar la ciudad invadida de carteles anunciando el concierto de un perfecto desconocido, normalmente sin molestarse en indicar siquiera el repertorio. Puede uno ver cosas semiatroces como un concierto de adaptaciones al piano de grandes músicas de cine. O una exposición sobre el cómic en que una sala grande, buena y dotada exhibe seis -sí, sólo seis- páginas de cómics no creados por dibujantes de ese medio.

Sólo en un contexto así me puedo imaginar que llegue a la ciudad alguno de los grandes -el último, Jordi Savall- y no se haga la más mínima publicidad ni promoción. De hecho, me enteré, y por casualidad, una hora antes de que se celebrase el concierto. Con casos así, recitales y actividades interesantísimos quedan huérfanos de atención y público, y se anuncia, no diré que lo mediocre, pero sí lo menos lucido.

En el mismo orden de cosas, me resulta impropio e inadecuado que una ciudad con tanto de que enorgullecerse no lo exhiba. Que la excelente arquitectura románica disponga de horarios tan restringidos para visitarla. Que la Semana Santa zamorana, tan amada por los ciudadanos, no sea más conocida, en gran parte por falta de infraestructura para el visitante. Que dos de las músicas más apreciadas, como el hermoso bolero de Algodre o la marcha de Thalberg sean punto menos que imposibles de encontrar en CD.

Existen cosas buenas y excelentes, que convendría airear y hasta enorgullecerse de ellas. Y buscar la forma de hacerlas conocidas fuera. Humildemente, con el gran tacto que conviene a quien no nació aquí, me atrevo a proponer que la expresión “esto es Zamora”, que tantas veces y a tanta gente he oído como sinónimo de “aquí no hay de eso”, sea abandonada para siempre, por inapropiada, falsa y autodestructiva. O que se emplee para indicar que es una gran urbe con posibilidades muy superiores a las del tercer mundo. Claro, que, para eso, hay que comenzar por creerlo y potenciarlo.

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