Inventor de ballenas 2

Hablé én otro artículo del medievalismo que percibo en Crumb. Quisiera explicarme mejor, porque a lo mejor así yo entiendo mejor por qué mi eterna simpatía por su música, por qué mi eterno conflicto con su técnica.

Comencemos por una confesión: artísticamente, el eclectismo me resulta intolerable, y la única bendita excepción es precisamente Crumb. Me parece, en general, una falta de capacidad de decisión, un deseo de agradar a todos sin comprometerse con nadie. Me irrita y pone nervioso en lo teórico. Pero cuando escucho, sin saber previamente del eclecticismo del autor, música de este tipo, me irrito más, y me pongo más nervioso. Parece que el conocimiento previo me anestesia un poco.

Pero nada de esto me ha pasado jamás con Crumb, y hasta hace bien poco no logré entender por qué. Y ahora que creo comprenderlo, mi admiración es si acaso, mayor que antes. Veamos si soy capaz de explicarlo.

La música medieval, como el resto de artes de la época, es, de algún modo, impersonal, en el sentido de que el creador no intenta plasmar su personalidad, sino cumplir, y cumplir bien, su cometido. Como vivimos en un mundo en que hasta las sillas tienen diseñador, que pretende -no sin razón- ser reconocido, quizá se nos escapa la sencilla elegancia, la serena dignidad, de hacer una silla -o una música- sólida, resistente, cómoda y anónima. Ese es uno de los sentidos -volveré sobre él- en que Crumb me parece afín a lo medieval.

En otro orden de cosas, pocas obras tan medievales como los bestiarios. Resulta encantador ver como los animales más desconocidos, que de puro serlo acaban deviniendo más imaginados que reales, son investidos con virtudes y características que los convierten en los perfectos símbolos de lo que se pretende. Más extraño resulta el caso de animales próximos y conocidos a los que se atribuyen características impensables -recuerde quien quiera la extraña progenie del gallo o la curiosa forma en que se supone que el pelícano alimenta a sus crías- en aras de una mayor ejemplificación moral del lector u oyente.

A nadie se le escapa que resultaría más elegante tomar las características reales de un animal y acumular sobre ellas significados reales, simbólicos de lo que pretenda el buen simbolizador. Tal hace Crumb en la extraordinaria Vox balaenae, donde desde el canto de la ballena yubarta a su propia existencia devienen símbolos de un universo humanizado, habitado por la pasión y el significado, por la calidez y la belleza.

En este sentido, es irremediable que comente el rico y variado mundo simbólico de nuestro autor. Numerologías multiculturales, mitos cinetográficos, pasiones lorquianas y latinismos circunspectos. Nada es ajeno al mundo crumbiano, y los símbolos circulan, recurrentes, de una a otra obra.

La técnica creativa, la musical incluida, es también en el medevo altamente simbólica. Por no meterme en esoterismos innecesarios, me permito remitiros a la curiosa descripción que de la numerología en arquitectura efectúa Umberto Eco en El nombre de la rosa. técnicas musicales de la época tales como la taleay el color son del todo compatibles con esta idea. Y nuestro autor no es menos obediente a las servidumbres de la técnica que escoja, si es la apropiada para la finalidad que busca.

Encuentro en lo que vengo contando una extraña belleza. Historias que importan más que su narrador, edificios que importen más que su arquitecto, músicas cuya importancia exceda a la de compositor o intérprete. Estos rasgos medievalistas me emocionan -que no la peste negra, el feudalismo o el hambre- y son lo que creo detectar en Crumb. Una voluntad de expresar cosas que entiende más importantes que su propia personalidad, por lo que no se afilia a lenguaje alguno: el mensaje es más importante que el idioma. Un bienvenido cambio en este mundp reciente en que el culto a la personalidad nos lleva hasta ciertas aberraciones televisivas con nombre hortícola.

Y esa, creo, es razón de que sintonice con Crumb, autor modernísimo y escasamente derivativo del medievo en lo lingüístico, pero quizá afín en lo espiritual. Quién sabe, Quizá si leyera esto, echaría una de sus sonrisas, se llevaría la mano a la boina y me explicaría cuánto más sencillo es todo.

5 comentarios en “Inventor de ballenas 2

  1. Para seguir dando la razón a Enrique, Filo y tío Petros, os recuerdo que ya en tiempo de Quevedo había barberos que se hacían llamar «sastre de barbas y tundidor de mejillas» y que Rinconete y Cortadillo, harapientos homeless se trataban entre sí de vuecencia. Tales excesos obligan a reflexionar sobre las virtudes del anonimato

    Me gusta

  2. Pues andamos (como no) de acuerdo. Sólo me queda el punto de duda de si una mayor pasión por el resultado que por el reconocimiento no ha sido característico de los que han logrado —científicos, matemáticos, ingenieros— maquinitas como la citada. Bien está reconocer los méritos de la gente. Pero es posible que sea al menos inelegante buscar que se reconozcan.

    Me gusta

  3. Me ha gustado mucho este post.
    Estas reflexiones, en otro orden de cosas me las he hecho yo bastante a menudo. La civilización actual exhibe unas cotas de culto al autor desconocidas en las historia de la humanidad. El culto a la personalidad en el mundo del arte y de la cultura de hoy hace que uno se maraville ante las obras anónimas medievales de cualquier índole. Épocas pasadas en las que las horas invertidas en crear un objeto no eran sagradas, sino que sagrado era el acto de crear algo maravilloso. Tanto da que fuera un códice como un canecillo medieval o una obra musical.
    Son cosas que hemos ido perdiendo por mor un utilitarismo que, por otro lado nos ha dado tantas cosas como las maquinitas que hacen que puedas escribir posts desde un autobús…
    Todo tiene su cara y su cruz, y a mi también me parece «medievalismo» ese preciosismo por la obra y dejación por la firma del autor. De hecho, una de las partes más luminosas del medievo.

    Me gusta

Deja un comentario