Un recuerdo de juventud

Los que no sois guitarristas, y, posiblemente, muchos de los guitarristas más jóvenes, no tenéis idea de lo que es (era) una guitarrería. Nos reuníamos intérpretes de todo tipo, clásicos, flamencos, tunos, instrumentistas buenos, instrumentistas malos… Todos probando guitarras que nos íbamos o no a comprar, llevando alumnos para que probaran buenos instrumentos… Una auténtica tertulia en que nadie era más, ni menos, que ningún otro. Ahora que muchos de los guitarreros se hacen llamar luthiers, se ha perdido bastante de ese ambiente y esa hermandad.
El caso es que tu guitarrero solía también ser tu amigo, y que más de un concierto y más de un bolo han tenido su origen en sus negocios.

Un abrasador agosto madrileño. Yo aún vivía con mis padres (era más joven de lo que son ahora muchos de los miembros de este grupo), que estaban de vacaciones, así que andaba sólo en casa. Telefonea Juan, mi guitarrero: “Enrique, pasa por aquí en menos de una hora”. Ni pedí explicaciones ni nada. Merecía toda mi confianza y si no me daba más detalles era porque no había tiempo.
Llegué a la guitarrería, y antes de que Juan pudiera darme explicación alguna entró un japonés que parecía sacado de una película española antigua. Alto, delgado, sonriente, con gafas redondas… Lo único que le faltaba era llevar colgada del cuello una inmensa cámara Nikon para responder al arquetipo. La suya era Zeiss.
—”Ah, ¿éste es guitarrista del hablamos?”, dijo.
—”Si, es éste”, respodió Juan.
Para no prolongar mucho la historia, se trataba de que un equipo de japoneses estaban filmando un documental sobre las posibilidades turísticas de España. En tres días iban a filmar en Aranjuez, y se les había ocurrido que sería bonito que alguien tocase “El concierto de Aranjuez”. Pero en una versión a tres guitarras.
Todos los que hemos hecho bolos conocemos la existencia de un tipo inquietante de persona. Alguien que, probablemente, es un artista frustrado y paga su frustración con geniales ideas sobre cómo debe vestirse un músico, el movimiento de escena y luces cuando estás tocando, cuáles son los mejores sonidos en un sintetizador… …o sobre con cuantas guitarras hay que tocar el concierto de Aranjuez. En general este sujeto suele ser el que aporta el dinero y te toca complacerle o, al menos, hacerle sentir a gusto.
De poco sirvió intentar convencer al japonés (era el traductor del grupo, y a partir de ahora le llamaré traductor) de que era una locura. Lo primero, él era un mandado. Lo segundo, si yo no quería hacerlo, había más guitarristas en el mundo. Quedamos pues en que al día siguiente por la tarde me pasaría por el hotel que me indicaron, con otros dos guitarristas que tenía que buscar, para hablar con el japonés en jefe y ultimar los detalles. Conseguí, eso sí, que se conformaran sólo con el segundo movimiento.
Llamé por teléfono a otro guitarrista que me constaba que no se había ido de vacaciones:
—”Rafa, ¿sabes de alguien que esté en Madrid y tenga en dedos el Aranjuez?”
—˝Sí”
—”De acuerdo, mañana a las seis en tal hotel, porque… —breve explicación de todo lo anterior— … Así que después del hotel, hacemos una especie de comuna en tu casa. Yo iré haciendo el arreglo. Página que haga, página que ensayáis. Cuando acabe, duermo, toco una vez con vosotros y salimos para Aranjuez.”
EL JAPONÉS EN JEFE
Al día siguiente aparecimos en el hotel, bastante lujoso. Lo primero, Rafa me presentó al otro guitarrista (lo llamaré Ramiro). Después subimos a la habitación del director del documental.
Da rabia caer en arquetipos, sobre todo a los que no creemos en ellos. Pero tengo que decir que, o bien estos japoneses habían estudiado los clichés al respecto, o el cliché se sacó de su ejemplo. En este caso, el mandamás japonés era fornido y alto. Sentado muy estirado en su silla —jamás llegó a levantarse de ella durante la entrevista—, con las piernas algo abiertas y las palmas de las manos sobre las rodillas, sólo le faltaba el kabuto sobre la cabeza, o la katana y el washizaki para parecer un samurai o daimyo de tiempos pretéritos. Le rodeaba una nube de cuatro o cinco japonesas. Nube porque se movían a velocidades sorprendentes, ofreciéndole un whisky, haciéndole las uñas de las manos, pasándole el móvil —los móviles de la época eran más o menos del tamaño y peso de un gato mediano— y otra serie de actividades, demasiado rápidas como para discernirlas. El jefe en cuestión hablaba —gritaba, más bien— órdenes guturales y rapidísimas, casi ladridos, que el traductor interpretaba de formas mucho más largas y con una cortesía que parecía imposible que se diera en el original del samurai cineasta.
—”Yo sé chiste de músicos. Yo conozco artista mejor que Julio Iglesias: ¡AGOSTO CATEDRALES!” —Tuvo que ser forma de romper el hielo del traductor. Aunque, claro, el hielo quedó impertérrito ante semejante quisicosa. Muy a gusto pues el hielo en su frigidez, siguió así la cosa:
—”Vosotros concierto de Aranjuez. Cosa artística, cosa bonita. Nosotros confiamos vosotros. Autobús sale mañana a las diez. Vosotros preparados media hora antes .
—”Claro, claro. Cuente usted con ello. Estoooo, no hemos hablado nada de dinero, y, comprenderá usted que si no interesa la paga, nosotros no vamos a ir.”
—”¡AAAHHRRRGGGG!” —el traductor interpretó el grito como que qué clase de profesionales éramos nosotros y qué clase de subordinados tenía él, que no habían gestionado previamente esas minucias. Dos de las japonesas rompieron a llorar. Secretarias, quizá, que hubieran debido en opinión del daimyo tener esos problemas solucionados.
Siguió una tanda de gritos, exabruptos probablemente, que no nos fueron traducidos. Supongo que no perdimos nada con ello. Tras ellos las caras se adulciguaron y el castellano volvió a aparecer.
Se nos ofreció un precio, aceptable. Lo aceptamos. Se nos hizo saber que, por lo visto, nuestra profesionalidad estaba en cuestión, por el error de intentar hablar de dinero. Y que debíamos redimirnos de tal paso en falso. Una mirada entre los tres bastó para ponernos de acuerdo: ni caso y a por el bolo, que estaba bien pagado.
NUNCA OLVIDES EL LAZO
Saliendo del hotel, a una hora más bien tardía, decidimos que el dinero que íbamos a ganar justificaba tomar un taxi hasta casa de Rafa. Las guitarras ya las llevábamos con nosotros. Hacia allá fuimos pues e hicimos como indiqué arriba: página que arreglaba, página que ensayaban ellos. Yo tomé la precaución de escribirme una parte que podía leer bien a primera vista, dado que casi no había tiempo de que tocáramos los tres. De hecho, me asigné la guitarra-cello, instrumento muy bonito que nunca ha estado muy en uso, pero que hoy por hoy es casi desconocido.
En lo que ensayaban y esperaban la siguiente página, mis compañeros tomaron unos whiskies, que me dieron una tremenda envidia. Fui fuerte, sin embargo, y seguí a lo mío. No recuerdo bien si acabé el arreglo a las tantas o a las tantísimas, pero por ahí sería. Inmediatamente fui al sofá de mi amigo y a dormir hasta que me despertaron. Un ensayito los tres juntos. Todo salía. Tomamos pues el metro y nos presentamos en el lugar en que iba a aparecer el autobús.
Íbamos vestidos ya de concierto. De forma bien poco original habíamos convenido en el sempiterno pantalón-negro-más-camisa-blanca que es casi de rigor en estos casos. Un momento después de subir al bus, observamos que el samurai, en pie con las piernas ligeramente abiertas, los pies apuntando hacia afuera y los brazos cruzados, hace un gesto al traductor, mientras nos señala. El traductor habla con él y se acerca a hablar con nosotros.
—”Vosotros no lacito.”
—”Sí, es cierto.“
—”Jefe dice que vosotros lacito.”
—”Pues lo vemos difícil para encontrar uno camino de Aranjuez.”
El traductor va a contar al jefe los resultados de la conversación. El jefe se irrita, mira por todo el autobús y señala a una japonesa. Era una chica espectacular, con una trenza que le llegaba hasta la cintura y que llevaba atada con una larguísima cinta negra. La señala, habla con el traductor, el traductor habla con ella, la chica comienza a hacer gestos negativos con la cabeza, se acerca el jefe, le chilla… Al final, la chica prorrumpe en llanto y comienza a desatar su trenza. La cinta con la que la ataba, cortada en tres trozos, se convirtió en lacitos para nuestros cuellos, tipo los del señor de KFC.
Llegados a Aranjuez, buscamos un lugar en los jardines, sacamos el pie de guitarra, el atril, nos sentamos y tocamos. Se nos hizo corro. El cámara habla con el jefe, que habla con el traductor, que, a su vez nos manda recoger los trastos. Cambiamos de sitio, ponemos el pie y el atril, nos sentamos y volvemos a tocar. El corro nos sigue y se acrecienta. Así hasta cinco veces. Cosas de luz, paisaje y ganas de moler, supongo.
Finalmente todo el mundo queda satisfecho y volvemos al bus que nos iba a devolver a Madrid. El traductor, con una gran sonrisa, se nos acerca para pedirnos los lacitos y para regalarnos unos bolígrafos con láser —en la época era muy difícil ver algo así en España—. Nos pregunta:
—”¿Cómo nombre del grupo?”
—”Bueno, nosotros no somos un grupo. Nos hemos reunido para esta ocasión.”
—”Jefe dice que si vosotros no grupo, vosotros no cobráis.”
Inmediatamente decidimos que claro que éramos un grupo, siempre habíamos sido un grupo y siempre íbamos a serlo. Nos llamábamos, estooo, bueno, digamos que “El alegre trío”. Con una gran sonrisa, el traductor nos paga.
No volví a acordarme de la anécdota hasta años más tarde, cuando veo un programa de un concierto que daba “Ramiro”. En su currículum destacaba la colaboración que, junto con “el alegre trío” había tenido con el cine japonés, tanto como actor como colaborando en bandas sonoras. A fin de cuentas, era verdad.

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